UNA REFLEXIÓN SOBRE EL TIEMPO Y LA MEMORIA
La obsesión por atrapar instantes en píxeles
En un espacio que debería unirnos a través de la emoción compartida, como un recital, los dispositivos crean barreras invisibles. Grabar los momentos con un celular no sólo fragmenta nuestra atención, sino que nos aleja de la conexión con los demás y con nosotros mismos. En nuestra obsesión por registrarlo todo, nos olvidamos de que lo más valioso no puede capturarse: vivir el momento.
Después de mucho tiempo, fui a ver a una banda en el Movistar Arena de Buenos Aires, un lugar que no conocía y que me sorprendió gratamente por sus dimensiones, comodidades y buen sonido. Más allá de las dos horas de música que disfruté, me llamó mucho la atención un fenómeno que, si bien comenzó hace rato, hoy irrumpe con una fuerza inusitada.
Ir a un recital siempre ha sido una experiencia profundamente humana, un acto de inmersión en la música, en los artistas y en la energía colectiva que se genera en un espacio compartido. Sin embargo, el océano de luces digitales que se alzaba entre el público y el escenario me resultó inquietante: en vez de vivir el instante, muchas personas optaron por grabarlo. Este acto inocente, como un espejismo, encierra un dilema existencial que toca las fibras de nuestra relación con el tiempo, la memoria y el sentido de la experiencia.
Quizá esta práctica podría interpretarse como un intento de desafiar la fugacidad del presente: en un mundo donde todo parece efímero, grabar un recital es un esfuerzo por atar el viento, como si encapsular el instante en píxeles evitara que se desvanezca. Sin embargo, esta acción es paradójica, porque al tratar de preservar el momento, nos alejamos de él. Miramos el concierto no con nuestros ojos, sino a través de un espejo que fragmenta nuestra atención y nos desconecta de lo que tenemos frente a nosotros.
Este comportamiento también revela nuestra ansiedad por la validación social, alimentada por la lógica de las redes: la imagen sustituye a la realidad; lo que no se muestra parece no existir. Subir un video del evento a Instagram o TikTok se convierte en una forma de proclamar: “Yo estuve ahí”. Pero, ¿qué pasa con la experiencia genuina? La vivencia queda subordinada a su valor como contenido cultural compartible, mientras el espectáculo en sí, que debería conmovernos, se reduce a un insumo para la narrativa de nuestras identidades digitales.
No es un detalle menor, que este hábito afecte la conexión con el artista y con los demás asistentes. Un recital es un ritual colectivo, de encuentro que trasciende lo individual. Pero desde el escenario, los músicos se enfrentan a un mosaico brillante de celulares en lugar de miradas y emociones. La música en vivo es única precisamente porque, como un fuego fugaz, solo existe en el momento. Intentar congelar esa experiencia es traicionar su esencia, porque lo grabado no es el instante, sino una representación limitada, desprovista de la energía y la emoción que lo hacían irrepetible.
Además, esta práctica plantea una cuestión profunda sobre nuestra capacidad de atención. Al registrar digitalmente, dividimos nuestra conciencia entre el acto de grabar y el de sentir. Estamos físicamente presentes, pero nuestra mente se orienta hacia el dispositivo, privándonos del contacto pleno con lo que sucede.
La memoria, en este contexto, merece una reflexión más profunda. Los recuerdos no son archivos inmutables, sino arenas movedizas que reconstruimos y resignificamos con el tiempo. Los videos, en cambio, imponen un relato visual fijo que no deja espacio para la reinterpretación emocional. Al confiar en la grabación, nos privamos de la riqueza de un recuerdo que evoluciona y se transforma, llevándonos a depender de un registro frío que no capta lo que sentimos en ese momento.
También es fundamental considerar cómo esta práctica afecta a la comunidad del recital. La música en vivo tiene un poder único para crear una especie de comunión entre el artista y su público. Sin embargo, los teléfonos convierten el evento en un conjunto de islas individuales, donde cada asistente prioriza su registro personal sobre la conexión colectiva. Esto rompe el encanto del “nosotros” que surge cuando las emociones fluyen libremente en un espacio compartido.
La clave, quizá, para comprender este fenómeno reside en nuestra relación con el tiempo y la memoria. En lugar de confiar en nuestra capacidad de recordar, delegamos esa tarea a la tecnología. Pero la nostalgia verdadera no nace de un registro audiovisual, sino de la intensidad de lo vivido, de esa vivencia que llevamos adentro. Un archivo digital no puede capturar el escalofrío que provoca un tema en vivo ni el latido compartido de un público emocionado. Parafraseando a Nietzsche, la vida no debería ser un intento de preservarla, sino de afirmarla en toda su plenitud.
Tal vez el mayor acto de rebeldía en esta era de los celulares sea, simplemente, guardarlos y dejarnos llevar por la música. Recuperar el momento es abrazar su fugacidad, aceptar que lo valioso no puede replicarse ni almacenarse. Ir a un recital debería ser una experiencia de entrega, de conexión con el aquí y el ahora, y con quienes nos rodean. Sólo así podemos rescatar la autenticidad del instante y redescubrir la riqueza de lo efímero porque, al final, lo que queda no es el video en nuestro teléfono, sino el eco de una emoción que llevamos adentro.