CRÓNICAS URBANAS
La mujer que se atrevió a curar vestida de utopía
Una conocida marca de cigarrillos pensada para mujeres utilizaba un slogan que persiste en la memoria de quienes peinan o tiñen algunas canas; sin dudas, aquella frase publicitaria era casi una declaración de principios: “Has recorrido un largo camino, muchacha”, rezaba. Camino que, sabemos, no fue fácil ni mucho menos para las herederas de quien fuera la responsable de la expulsión del paraíso; para ambos pecadores el destierro, pero para ella, además, el castigo de parir con dolor.
Sin dudas, los autores de la Biblia tenían muy clara la polisemia del término parir. Desde el principio de los tiempos –cualquiera haya sido el principio− la condición de mujer obligó a escribir o al menos intentar que dejaran de escribirse algunas de las páginas más oscuras de la historia. Cada cultura, de la mano de su religión o sus costumbres, hizo lo propio para que la palabra igualdad no tuviera nada que ver con el género. Cada conquista en la lucha por esa, en impresión inconcebible, igualdad, estuvo precedida por sufrimiento, persecución y no pocas veces muerte. Cuando se repasa la historia de los logros femeninos, se percibe con claridad que nunca está mejor utilizado la expresión conquista para referirse a ellos.
“A la mujer dijo: En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto, con dolor darás a luz los hijos; y con todo, tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti” Génesis 3:16. Pero ¿no podía hacerse nada para que la sentencia bíblica no fuera tan literal? Quizás esta fue la pregunta que se hizo Agnodice antes de tomar la decisión que casi le costaría la vida.
Para hablar de Agnodice, debemos remontarnos a la Grecia de los tiempos de los primeros filósofos (curiosamente, un campo académico que, al decir de Eugene Park: "Es predominantemente blanca y predominantemente masculina, esta homogeneidad existe en casi todos los aspectos y en todos los niveles de la disciplina (la filosofía") y allí encontraremos a esta mujer nacida en el seno de una tradicional familia ateniense. Agnodice debe haber vivido como injusto el que algo tan natural como un parto se convirtiera a veces en verdaderos suplicios –cuando no la muerte– y eso hizo que su deseo luego se convirtiera en la obsesión de ser médica.
¿Mujer y médica en el siglo IV? Bueno, en realidad razones había para soñarlo. Hipócrates (470-360 a.C.) ya había formado algunas mujeres para ejercer la medicina –en particular en el arte de lo que hoy sería la obstetricia− no obstante, tras la muerte del maestro, se comenzó a denunciar la realización de abortos por parte de estas mujeres. Bajo acusaciones falsas o verdaderas −es irrelevante en este momento ese análisis−, se prohibió la práctica de la medicina para la mujer (como si los médicos hombres no hubieran realizado abortos). Y se condenó dicha transgresión con la pena de muerte.
Agnodice, sin embargo, logró convencer a su padre −tal su determinación− y éste accedió a ayudarla a concretar su sueño enviándola a estudiar a Egipto, más precisamente a Alejandría, y nada menos que con el gran anatomista Herófito (quién, entre otras muchas y fantásticas afirmaciones, sentenció que la inteligencia se hallaba en el cerebro y no en el corazón, como era de creencia popular). Eso sí, debió cortarse el cabello y no solo vestir sino asumir por completo el aspecto de hombre.
De regreso a su patria, comenzó a ganar fama entre las mujeres dadas su capacidad y trato para con ellas (aunque continuaba travestida de hombre) lo que le valió ganar cada vez mayor fama y clientela. Afirmaba José Ingenieros en “El hombre mediocre” refiriéndose a la envidia: “(…) los hombres de letras no se quedan atrás, pero los cómicos y las rameras tendrían el privilegio, si no existiesen los médicos”. La envidia medicorum. Eso fue quizás, lo que llevó a sus colegas, primero, a perseguirla acusándola de “acercarse demasiado a sus pacientes” y, más adelante, hasta de violación.
Acto seguido, fue llevada a juicio. El mismo se realizó en una colina llamada Areópago que –vaya paradoja− se llamaba así porque Ares (Dios de la guerra) había sido juzgado por los dioses y exonerado de ser ajusticiado por haber matado a Halirrotio, hijo de Poseidón, quien había violado a la hija de Ares, Alcipe.
En un momento del juicio, Agnodice decidió confesar su condición de mujer y para ello mostró sus genitales a fin de ser creída y sobreseída de las calumnias. Pues bien, dicha confesión le valió que sumara la grave acusación de suplantación de identidad para ejercer una profesión prohibida a las mujeres. Finalmente, cuando ya su suerte estaba echada, las mujeres atenienses irrumpieron en el juicio evitando no sólo que salvara la médica su vida, sino que, además, se pudiera rever la ley que prohibía que ejercieran.
Como vemos, desde hace por lo menos 2.500 años las mujeres han debido pelear una a una cada batalla –desigual y agotadora− en la búsqueda no de privilegios sino apenas de una igualdad que a ninguna parece importarle que, por momentos, sea lo más parecido a una utopía.