CRÓNICAS URBANAS
El speaker de la radio
Si algo no resiste el menor análisis es que los tiempos cambian; mejor dicho, cambian los hábitos, las costumbres; cambia, en definitiva, la mirada del otro, la que nos premia, nos juzga, nos ensalza a voces o en silencio o bien nos hace sufrir el escarnio público o privado (bonito modo de hablar del chisme y la maledicencia subrepticia). Hasta no hace mucho tiempo el reconocimiento público era un anhelo asordinado y –la verdad sea dicha- no exento de alguna dosis de envidia (sana envidia, claro) hacia quienes podían ostentar alguna virtud, mérito o gracia que lo hiciera destacarse, ser alguien entre tantos nadies, y que de algún modo sirviera de ejemplo a seguir, aunque fueran pocos los que lo siguieran. No porque no se quisiera claro, sino que con solo pretender ser el hacendado del pueblo o la mujer más deseada no era algo que pudiera alcanzarse tan solo con soñarlo. Pero los tiempos han cambiado. La fama será puro cuento, como dice el tango, pero el ansia de ser reconocido persiste y, más aún, se ha acrecentado, dado que ya ni es tan difícil que uno lo conozcan como tampoco es preciso ser tan meritorio para conseguir más saludos en la calle que un artista.
Las redes sociales han hecho lo suyo, qué duda cabe. La imbecilidad también. Qué importa ser el cornudo del barrio si con eso obtengo cientos de visitas a mi página, si garpa más exhibirse con un arma más costosa que la prótesis que precisaría la boca sonriente del pistolero o mostrar con imberbe impudicia unas tetas apretadas junto a un mensaje que sería provocativo si no lastimara los ojos con su ortografía. Todo vale contra el anonimato. Todo sueño de fama puede alcanzarse tan solo dejando de lado el pudor y la vergüenza. La foto procaz que ayer hubiera impedido a un tipo volver a pisar el bar en donde se hubiera, no ya visto, apenas mencionado la existencia de una foto procaz de alguna allegada, hoy es el mismo que, con una sonrisa de oreja a oreja, chapea en el boliche mostrando desde su celular el curvilíneo culo de un pariente.
Pero no todo es así. Por fortuna aún existe quienes se retiran en silencio para no compartir la mesa del bar con un reconocido perverso, un reconocido estafador, un reconocido fiolo, un reconocido pero ilustre hijo de puta. Hay quienes buscan trascender, por supuesto, pero de otro modo. Como antes. Cuando el reconocimiento iba de la mano del honor o la valía. Como cuando provocaba asombro descubrir que la voz de aquel locutor que nos hacía imaginar un mundo tan solo con palabras pertenecía a ese tipo que teníamos enfrente, en el bar, en una fiesta, en la calle. Mirá quién va ahí. ¿Quién es? Es fulano, el de la radio. Noooo, te juro que me lo imaginaba, no sé, distinto. Y el fulano se alejaba sintiendo las miradas de admiración a sus espaldas. Días de radio. Días de ilusión, de imaginación, de fantasía. Seguramente en la casa en donde nació el gordo Beltramini se escucharía mucha radio. Como en todas las casas, supongo, en ese entonces, cuando la televisión todavía era un lujo para pocos. El gordo debe haberse criado al calor de las radionovelas, de la voz de los locutores que no tenían apuro, que cuidaban el idioma como quien cuida una pieza frágil de cristal, que jugaban con la complicidad del oyente con la simpleza y respeto que se merece un compañero de juegos. Por eso el gordo siempre soñó con ser locutor. O speaker, como se le decía en ese entonces. La familia lo sabía, cómo no saberlo, pero también sabía de las limitaciones del gordo, que no es que no tuviera muchas luces, sino que algo no funcionaba bien en esa cabecita. El gordo era un niño que siguió siendo niño mientras crecía su cuerpo. Y siguió soñando con su sueño de ser speaker.
Un día se presentó a una radio muy reconocida y pidió hablar con el dueño. El empleado lo hizo pasar y le dijo que esperara, que ya iban a atenderlo ni bien llegara el momento de la tanda ya que el dueño y locutor estaba, en ese momento, haciendo una nota. El gordo dio un par de pasos y vio, a través del vidrio, lo que nunca había visto y quizás ni siquiera hubiera alcanzado a imaginar jamás: un estudio de radio. El locutor de un lado de la mesa, la locutora que hacía los comerciales del otro, los micrófonos, los auriculares; la magia estaba ahí, toda junta y frente a él. Solo para él.
Permaneció, extasiado, mirando como en una película muda todo lo que sucedía allí dentro. Recordó su infancia, su madre y sus hermanos escuchando tangos por las noches y folclore los domingos al mediodía, mientras el tarareo acompañaba la masa que se estiraba bajo el palote. Se recordó hablando con voz impostada frente a un pedazo de madera que era su micrófono improvisado y no pudo contener las lágrimas y la sonrisa.
Salió el locutor y le estiró la mano. El gordo se la estrechó y sin mediar preludio le dijo que quería hablar por la radio. Ser speaker. Y que además cantaba. Pero aclaró que no quería cobrar, que lo iba a hacer por placer nomás. El locutor lo escuchó con atención, lo hizo pasar, le acomodó los auriculares y le dio pie para que empezara a realizar su sueño que, naturalmente, no salía al aire. Solo se escuchaba la voz dentro del estudio, pero eso, a quién le importaba.
El gordo habló, cantó, recitó la publicidad de una gaseosa ya desaparecida –pero que existía en su imaginación y en su eterna infancia- y a los pocos minutos dio por terminada su intervención. El locutor lo acompañó hasta la puerta de la radio, le agradeció y luego le recordó, con un fingido tono de formalidad, que iba a esperarlo cada miércoles. A las seis. Sin falta, para que hiciera su programa. Quédese tranquilo, dijo el gordo, soy un hombre de palabra, el miércoles a las seis estoy por acá.
El gordo camina por las calles de su ciudad sabiendo que todos, de algún modo, adivinan que él es el hombre de la radio, el que los enamora con su voz y asombra con sus publicidades. El gordo siente, sabe, que no es uno más, que ahora es alguien que cumplió su sueño con solo desearlo mucho. Cómo no creer que vale la pena soñar, ¿no?