CRÓNICAS URBANAS
El regreso de Cortázar al Suda
Se llamaba Roberto. Roberto “Chiche” Echenique. Nació y creció en la barriada de atrás de la Catedral, en el barrio del Suda, en donde todos lo conocía como Cortázar. Alto, desgarbado, de mirada profunda y huidiza, solía recalar todas las noches en la cantina del club Sudamérica, “el Suda”, en donde pasaba largas horas jugando al mus y bebiendo lo que cayera a la mesa. Tuvo que aprender por necesidad a jugar al mus a pesar de que siempre había preferido –y era bueno en eso, para qué negarlo– el truco, pero optó por cambiar de juego tras no quedar prácticamente nadie con quien no se hubiera trompeado. Porque eso sí, tan bonachón como chinchudo era. Lo de Cortázar, como todos llegaron a llamarle y a él, lejos de disgustarle le gustaba más que Chiche, su apodo de la infancia, había nacido precisamente en el club, allá por los ochenta. El único canal que medianamente se veía era ATC, como se llamaba el antiguo canal 7, luego TV pública, y se encontraba permanentemente encendido, sin sonido, como una visita discreta en una de las paredes de la cantina. Un día cualquiera, una noche cualquiera, mejor dicho, mientras observaban el noticiero, apareció la figura enorme de Julio Cortázar regresando al país después de un prolongado exilio al que tuvo que regresar muy pronto debido al vacío que sintió a su vuelta a la Argentina. Llamó la atención a la escasa concurrencia de esa noche primero la figura del escritor –a quien naturalmente no conocían- pero lo importante sucedió cuando lo escucharon hablar. Parece Chiche, gritó uno y todos asintieron. Chiche padecía –literalmente hablando– de un trastorno del habla en el que no podía pronunciar las erres y las reemplazaba por una ge. Precisamente esa fue la razón por la debió abandonar el truco ya que bastaba que gritara exaltado: “tguco” para que las cargadas no se hicieran esperar. Por eso, también, se presentaba como Chiche y no como “Ggobegto” ya que la situación era la misma. En aquella época y aquel barrio si alguien hubiera mencionado la palabra “bulling” se hubiera confundido fácilmente con una marca de whisky barato por lo que la infancia y adolescencia de Chiche no fue precisamente un lecho de rosas a la hora de relacionarse con la barra. Desde aquella noche todos empezaron a llamarle Cortázar y a él no le molestaba. Le habían dicho que era un reconocido escritor y como Chiche despuntaba de a ratos el vicio de la poesía repentista, hasta lo vivió con cierto halago. Tenía, además, la curiosa capacidad –nacida sin dudas de la angustia– de hacer cuartetas de hasta tres o cuatro estrofas esquivando toda palabra que contuviera erres y, de ese modo, privaba a los borrachines del placer de cargarlo mientras exhibía sus veleidades poéticas.
La vida de Cortázar transcurría con la serenidad que solo puede proporcionar la rutina, por lo que la cantina empezó a extrañar sus calenturas y peleas. Alguien decidió jugarle una broma y todos se sumaron a la perversa idea. ¿Cómo puede catalogarse sino a lo que sirve para divertirse a costillas del dolor del otro?
-Che, Cortázar, el viernes es el aniversario de tu muerte. Le dijo uno como toda recepción cuando este se hizo presente al boliche.
-¿Cómo decís?
-No, fuera de joda, el viernes se cumplen no sé cuántos años del nacimiento del otro Cortázar y ya que vos, aparte de usarle el nombre también sos medio colega, los muchachos querían hacerle un homenaje y que vos leyeras alguna poesía de él.
-¿Y de dónde querés que saque una poesía de él?
-Ah, el Rulo la consigue –se sumó otro–, él tiene Internet en el laburo y ahí se consigue todo.
A Cortázar le gustó la idea y su rostro no pudo ocultarlo. Tanto le gustó que bajó por un momento su defensa y no pudo ver de dónde vendría el uppercut que lo dejaría nocaut un par de días más tarde.
Ese viernes estaba todo listo. La cantina llena. Hasta un micrófono y un par de parlantes habían conseguido. Con varios cajones de cerveza dados vuelta hicieron el proscenio y apelaron a cuanto ardid andaba dando vueltas para no darle el papel con la supuesta poesía de Julio Cortázar hasta el momento de iniciar su lectura. El pelado Lencina lo presentó y todo. La poesía que habían preparado –apócrifa por donde se la mirara– empezaba diciendo: Ruedas raídas las de mi carroza renegrida / retorcidos relámpagos refulgen como rayos…
Cortázar subió al escenario improvisado tras la empalagosa presentación de Lencina quien, en ese instante, le entregó la hoja doblada con una mirada cómplice. Cortázar abrió la hoja, echó una rápida mirada y apenas alzó los ojos adivinó las risas contenidas en todo el auditorio. Lo primero que pensó hacer fue echarlos a la mierda, pero no podía ya que iba a darles el gusto de decir “miegda”; por lo que se limitó a doblar nuevamente la hoja, meterla en el bolsillo del saco que le habían prestado y salir de la cantina atravesando el pesado silencio que se había creado. Nadie pudo reírse. Hasta ese momento nadie se percató de que había sido una broma estúpida. Pero ya era tarde.
Cortázar no volvió nunca más por la cantina del Suda. Hasta ese 26 de agosto, día de muerte del otro Cortázar, de Julio. Todos lo vieron entrar y se petrificaron. Lo vieron tomar un cajón, darlo vuelta, subirse a éste, sacar una hoja del bolsillo de una campera azul tipo ferroviario que siempre usaba y tras carraspear como un toque de atención dijo:
-Dedicado a vos, colega, en este infausto aniversario de tu óbito. Y leyó: “Qué vanidad imaginar que puedo darte todo, el amor y la dicha, itinerarios, música, juguetes. Es cierto que es así: todo lo mío te lo doy, es cierto, pero todo lo mío no te basta como a mí no me basta que me des todo lo tuyo.
Ni una sola erre.
Cortázar por Cortázar –remató– y fue a servirse un vino, que no pensaba pagar, junto a la barra.