“NO SE OLVIDEN DE CABEZAS”: EL GRITO DE JUSTICIA QUE SIGUE VIVO
El crimen que intentó silenciar la verdad
El 25 de enero de 1997, José Luis Cabezas fue asesinado en Pinamar, un crimen que marcó un antes y un después en la historia del periodismo argentino. Su labor como reportero gráfico y la icónica foto que capturó al empresario Alfredo Yabrán desnudaron los turbios lazos entre la política y el poder económico de los años noventa. Su trágico destino subraya la importancia de defender una prensa independiente, especialmente en un escenario político donde las tensiones por revelar la verdad persisten con fuerza.
Se cumplen 28 años de aquella madrugada del 25 de enero de 1997 cuando el reportero gráfico José Luis Cabezas fue brutalmente asesinado en Pinamar, un crimen que marcó uno de los episodios más oscuros de la historia del periodismo argentino. Su cuerpo fue hallado dentro de un vehículo calcinado, con las manos esposadas y dos disparos en la cabeza. El crimen no sólo buscó silenciarlo a él, sino también enviar un siniestro mensaje a toda la prensa: “No se metan con nosotros”. Esa frase, aunque implícita, flotó en el aire tras el asesinato.
Cabezas trabajaba para la revista Noticias y su cámara había capturado al empresario Alfredo Yabrán, una figura tan poderosa como esquiva. Fue en el verano del ‘96. En la tapa se lo veía junto a su esposa por una playa. En un país donde el poder económico y la política estaban profundamente entrelazados, su figura simbolizaba el lado oscuro de esa conexión. “Sacarme una foto a mí es como pegarme un tiro en la frente”, había dicho Yabrán alguna vez en una de sus pocas apariciones públicas para dejar en claro su obsesiva necesidad de mantenerse en las sombras.
El juicio por el asesinato reveló la participación de miembros de la política y las fuerzas de seguridad. Una de las piezas claves fue la llamada "Banda de Los Horneros", un grupo de delincuentes que ejecutó el crimen. Sin embargo, la investigación demostró que el asesinato había sido ordenado. Los testimonios de colegas del fotógrafo, como Gabriel Michi, quien trabajó codo a codo con él en la revista, fueron fundamentales para entender el clima de amenazas y tensión que los rodeaban. “A José Luis lo mataron por hacer su trabajo”, dijo Michi, una declaración que cobra fuerza hasta el día de hoy. Las condenas iniciales a cadena perpetua para los autores materiales se vieron reducidas con los años.
En el momento del asesinato, la imagen del auto simbolizó un ataque directo a la libertad de prensa. Las investigaciones periodísticas posteriores revelaron detalles espeluznantes: los “Horneros” habían seguido órdenes claras y precisas: secuestraron a Cabezas, lo golpearon salvajemente y lo ejecutaron sin piedad. Su coche fue quemado para borrar pruebas, en un intento desesperado de encubrir el crimen, aunque las conexiones con Yabrán pronto saldrían a la luz.
El impacto del asesinato también se sintió en los medios internacionales. Organizaciones como Reporteros Sin Fronteras y la Sociedad Interamericana de Prensa denunciaron el caso como un ataque a los valores democráticos. "Matar a un periodista es intentar matar la verdad", afirmaron desde estas entidades, mientras se multiplicaban los homenajes y los pedidos de justicia en todo el mundo.
La figura de Yabrán, cuyo poder residía en el control de servicios postales y aeroportuarios, se convirtió en un símbolo de la corrupción y la impunidad de aquella década. Su suicidio no sólo puso fin a su vida, sino que confirmó, para muchos, que estaba acorralado por sus propios secretos. Gualeguaychú quedó marcada como el lugar donde se cerró este capítulo, aunque el eco del crimen nunca desapareció del todo.
“No se olviden de Cabezas” se convirtió en un grito desesperado y, a la vez, en un recordatorio constante de los riesgos que enfrentan quienes, como periodistas o ciudadanos, se atreven a alzar la voz. Su muerte dejó claro que la censura puede tomar formas extremas cuando los intereses de quienes detentan el poder se ven amenazados. Hoy, las palabras agresivas que surgen desde las más altas esferas de la política deben encender alertas sobre la posibilidad de que ese desprecio por las voces disidentes podría transformarse en acciones que amenacen nuevamente la libertad de expresión. Sin ir más lejos, el reciente tuit del presidente Javier Milei, titulado “Nazis las pelotas”, en defensa del saludo con el brazo en alto de Elon Musk y con un cierre muy desagradable sobre los que no comulgan con sus ideas (“No sólo no les tenemos miedo. Sino que los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta en defensa de la libertad. Zurdos hijos de putas, tiemblen”). Estas declaraciones plantean un debate que trasciende la coyuntura política actual. Las palabras elegidas, cargadas de agresividad, parecen alinearse con una retórica que desprecia la diversidad de ideas y desacredita a quienes piensan diferente. En un país donde todavía persisten las marcas de la censura y la violencia contra quienes se atrevieron a desafiar a los poderosos, este tipo de mensajes no sólo polariza, sino que crea un ambiente peligrosamente propicio para la intolerancia.
La democracia no se construye únicamente con votos, sino con respeto a las diferencias, diálogo y memoria. Cada mensaje que degrada al adversario o desacredita una crítica es un paso hacia el debilitamiento del tejido social. La memoria de Cabezas, quien pagó con su vida el precio de buscar la verdad, nos recuerda que no hay democracia sin una prensa libre, sin ciudadanos informados y sin un gobierno que entienda que las críticas son parte esencial de la vida republicana.
Si su historia nos dejó algo, es la lección de que la verdad no puede ser silenciada. Cada vez que alguien se siente amenazado por pensar diferente, se erosiona un pilar fundamental de la libertad. En tiempos de tensión y agresividad discursiva, no está de más recordar que la violencia -sea física o simbólica- no empieza ni con golpes, ni con balas ni con cámaras quemadas; comienza con palabras.