CRÓNICAS URBANAS
El bar del Turco
Aunque la puerta sigue abierta, las sillas volteadas sobre algunas de las mesas indican que el bar ya está cerrado. La media luz ilumina dos siluetas sentadas sobre uno de los laterales. Sobre ellos, un cuadro recuerda la formación del Boca campeón del ‘62, un poco más allá, ocultando una mancha, un cedro rodeado de caracteres arábigos y un amarronado “LEBANON” como única inscripción legible contrasta con fotografías de glorias del tango, goleadores olvidados y alguna publicidad de un desaparecido licor de mandarina.
De espaldas a la barra, con el respaldo de la silla apoyada sobre la pared, el dueño de casa llena nuevamente la copa del otro, un hombre de unos cincuenta años, de hombros fornidos, manos callosas y labio leporino. César es el nombre, descarga camiones cargados de medias reses en las carnicerías cada madrugada y bebe hasta el olvido cada noche en ese bar en donde parece haber encontrado alguien que lo escuche en silencio, sin interrupciones. Y que no lo contradiga. El otro, el dueño del bar, es Omar, el turco. A nadie jamás le importó si ese acaso era su verdadero nombre, si sería del Líbano, de Turquía o de ninguna parte. Habla poco y mal, abre el bar cuando nadie lo ve y lo cierra cuando se va el último cliente que, inevitablemente, es César.
Uno habla, se confiesa, el otro escucha. Ambos beben, ninguno ríe, austeros en gestos uno y en palabras el otro. Monótonos, grises, herméticos.
El turco debe rondar los sesenta años, viste siempre la misma ropa descolorida y sus ojos marrones quizás tengan la misma tonalidad que el cedro del cartel, sin dudas la misma tristeza; probablemente tenga una historia, un nombre, algún recuerdo. La trastienda del bar es su hogar; una cama matrimonial, una mesa de luz, un calentador, un placard sin puerta y un par de sillas son todo su mobiliario; sobre la mesa de luz, un álbum de fotos, de tapas duras y de color ámbar con rayas negras, seguramente es toda su memoria. La sutil línea de tierra que rodea el álbum habla de su abandono, de su inercia. Hay un olor rancio en el cuarto, olor a flores marchitas, a tierra yerma, olor a insectos y a té frío, olor a sábana arrugada y a plato único, a papel en blanco, a vino y a tabaco; la oscuridad se cuela entre las ropas, la ausencia se esconde entre los pliegues de la almohada. Hay un disco también, un disco de pasta, negro y duro, pieza inútil.
César vive del otro lado de la calle, en una casilla de madera y chapas viejas; una mujer vive con él, quizás también un hijo, de él, de ella o de ambos, un par de perros gordos (bondades del oficio) y a través de la única ventana puede verse, a un lado de la cama, un par de botas de goma y un guardapolvo blanco. Lo único blanco de la casa. Desde que recuerda, su despertador fue una mezcla de ansiedad y miedo responsable; a las cinco y media de la madrugada se sienta agitado en la cama y mira por cualquier agujero si afuera sigue siendo noche y calcula burdamente si no llegará tarde al frigorífico. Se viste en silencio, no por respeto al sueño ajeno sino porque no hay nada que pueda hacer ruido, y camina por las calles de tierra o bien de barro, un par de kilómetros hasta el trabajo. Al llegar al camión, se coloca el guardapolvo con la sobriedad de un cirujano, cambia las alpargatas por las botas blancas y se trepa a saludar con las manos calientes los fríos cadáveres colgados.
Al terminar la jornada, la escena se repite en forma inversa; se quita las botas, el guardapolvo manchado y desanda los dos kilómetros hasta su casa, deja la ropa a lavar, algo de carne y sin decir adiós, camina hacia el bar a media tarde.
Se sienta siempre a la misma mesa, debajo de la foto que recuerda al Boca Campeón del ’62, y sin que sea preciso decir nada, el Turco trae la primera jarra de vino ácido. Cuando ya no queda nadie en el bar, este se sienta, coloca una nueva jarra, y fija la mirada en el vaso de vidrio. Entonces César comienza, a veces, su monólogo. El vaso de vino ahoga palabras y frases donde se perciben sonidos que semejan ronroneos de infancia, otras veces asperezas de pelotas de goma, náuseas de primeras borracheras, nombres femeninos; gemidos que suenan a reproches, balbuceos de miseria y resignación, de resentimiento y angustia.
Una noche la segunda jarra lo sorprende hablando del camión, y una risa se escapa de su boca irregular junto a un chorro de baba. El turco apoya la bebida sobre la mesa y cierra la puerta. El bar ya está cerrado.
Llena los vasos. El otro sigue. Y el relato entusiasma al relator, que está dentro del camión, entre las reses muertas y colgadas, se ve junto al chofer que, como él, esta sin ropas, y hay alguien más, una muchacha, que tiembla de frío y de miedo al percibir lo que se esconde detrás de esas miradas, de esos ojos lascivos, de esas manos manchadas que le arrancan la ropa, los zapatos, la vergüenza. El grito de placer del relator se confunde con el grito de dolor de la muchacha, que clava sus uñas sobre un pedazo de carne muerta que yace a sus espaldas, y una y otra vez siente la embestida bestial de sus captores y la sangre caliente que mana de entre sus piernas se enfría y confunde velozmente con la otra sangre, y de la boca irregular brota una lengua que lastima unos senos pequeños y mordidos, azules de dolor y de frío. El vaso de vidrio se llena y se vacía, la jarra casi no toca la mesa, no alcanza a hacerlo, ya que los vasos parecen sacudirse al compás del relato, llenarse de espanto y vaciarse de piedad, de razones, de lógica.
Tenía dieciséis años –dice– después nos enteramos. Quedó olvidada en el camión mientras nosotros entramos a un bar cualquiera a festejar la hazaña. Al regresar, la temperatura de ella era igual al del resto de la carga, la boca entreabierta, las manos crispadas. Pero lo que más me impresionó –sigue el relator– fue la mirada, parecía estar en paz, como si no pasara nada, no parecía haber dolor ni rencor en esa cara. Eso nos ayudó a no tener remordimientos y a no dudar cuando la tiramos en el basural, para que algún perro o algún ciruja la encontrara. La hallaron casi diez días después. Gracias a Dios –concluye– nunca pasó nada.
Levantó la mirada de la mesa y buscó en silencio la jarra. Frente a él, el Turco estaba de pie, pero en la mano no tenía más la jarra sino algo cuadrangular y aún con tierra, de color ámbar y rayas negras. Abrió el álbum y buscó una página. Y César vio una foto atemporal, en blanco y gris, un paisaje cualquiera, una hora irreal y una muchacha, con un vestido sin color, dos trenzas, zapatos sin tacón y una sonrisa. Quizás por eso le costó reconocerla, porque la muchacha que relataba el relator sólo gritaba. La muchacha de la foto sonreía.
A la mañana siguiente, a la hora habitual, el bar abrió su puerta. En algún otro lugar, alguien miró el reloj, insultó en voz baja, y arrancó el camión sin esperar más a quien nunca llegaría.