CRÓNICAS URBANAS
De vez en cuando la vida...
Al principio no fue fácil. Nunca es fácil. Pero sucede que hay a quienes pareciera que la vida, dios o como quiera llamársele, se empeñan en castigarlos más que a otros. El cuero se les va curtiendo lentamente a fuerza de lonjazos y cada nuevo golpe no hace sino reafirmar su destino de desgraciados. Ya nacer en la pobreza es empezar la carrera desde varios cuerpos más atrás que el primero; tratar de fijar la mirada al pizarrón con el ruido de la panza vacía distrayendo no es cosa fácil ni a la que resulte sencillo acostumbrarse, más cuando se ve que al del banco de al lado le sobran colores en los cachetes y en las zapatillas nuevas. Crecer en un barrio en donde tener pretensiones de superarse suena a traición de clase y tolerar miradas de desconfianza al entrar a un negocio del centro hace difícil saber cuál es el lugar que se tiene que ocupar para, al menos, no molestar a nadie.
Así nació y creció el Conejo Echazarreta. Ojos grandes y redondos, nariz afilada, dientes arratonados y flaco como la luna, conoció el bullying antes de que se hiciera famosa esa palabra y más de una vez volvió con la nariz ensangrentada por defender su orgullo ante los imbéciles de siempre. Porque eso sí, el Conejo se la bancaba. Se bancó el hambre, la miseria, la carestía de lo más elemental, pero nunca bajó los brazos. A los 11 ya estaba de peón de albañil cortándose los dedos con ladrillos más grandes que sus brazos y cuando no había salido el sol aun para calentárselos. Y sí, llegaba tarde a la escuela o no llegaba. Las dos de la tarde era demasiado temprano para dejar las changas y, además, estaba más que claro que lo que le iba a dar de comer era el obrador y no la escuela, a la que abandonó por completo antes de cumplir los 14.
A los 21 años se juntó con la Estelita, a quien conocía de toda la vida ya que compartían la miseria casa por medio. La juntada y el parto casi, casi se superpusieron; ¡y es que había tanto que terminar en la casita antes de que llegara el primer hijo!
El Conejo, que nunca bajó los brazos ante ninguna adversidad, pero tampoco jamás perdió el tiempo alimentando esperanzas, por primera vez flaqueó y se animó a soñar con que capaz que ahora empezaría una nueva etapa. Ese hijo que estaba por nacer lo convertía en padre y a la vez le daba una familia, lo que de tanto no tener ni siquiera había contabilizado como una falta.
Una familia, un hijo y un trabajo, se dijo, qué más se puede pedir.
A la madrugada, los dolores anunciaron que era hora de ir al hospital. Estelita entró en la sala de partos a los gritos y chorreando líquido entre las piernas. Se cerró la puerta y el Conejo se quedó solo en medio de una sala en penumbras y fría. Mucho más fría que la helada que empezaba a caer afuera. Se sintió solo. Por primera vez en su vida el Conejo reconoció un sentimiento al que no podía dominar; tenía miedo. Nunca le habían asustado el hambre ni el frío, ni los bravucones de la escuela con quienes se golpeaba hasta sangrar, ni las cien veces que le dijeron que se había acabado la changa. Nunca había tenido miedo ni conciencia de soledad como hasta ese momento. Nunca se había imaginado que todo lo que tenía en la vida lo podía perder en un instante. Su mujer y su hijo. Uno tan indefenso como el otro acababan de traspasar una puerta de la que no sabía si saldrían los dos, uno solo o ninguno.
No debe haber sin dudas silencio más lastimoso que el silencio de los hospitales, silencio de orfandad, de desconsuelo, silencio que cala los huesos, que tiene olor a miedo y a desasosiego. El Conejo sentía su propia respiración atormentando ese silencio. Una de las dos puertas se abrió y una enfermera se asomó y lo buscó con la mirada. Sin mediar palabra le hizo lugar para que entrara delante de ella. El silencio ahí dentro era igual pero distinto. Lo mismo que el frío. Entraron a la sala de partos y ahí estaba la Estelita, traspirada como después de trabajar toda la noche, blanca como un papel y con una enorme sonrisa en la boca donde apenas faltaban un par de piezas. Sobre su vientre, con los pelitos húmedos y los ojos cerrados negándose a la luz, su hijo. De tanto que hubiera querido preguntar, solo atinó a decir: ¿está sanito? Por primera vez la enfermera sonrió y la partera le regaló un chiste que no escuchó o no entendió; lo importante era que esa sonrisa que le habían regalado quería decir que no se había equivocado, que hasta las historias más terribles pueden tener un final feliz, aunque éste no era un final sino apenas un comienzo.
Y aunque no se pueda creer, las lágrimas que no le sacaron ni el hambre, ni el sueño, ni el miedo, se las hizo rodar ese pedacito de vida que se negaba a abrir los ojos, como si se quisiera demorar un poco más antes de ver la realidad.