CRÓNICAS URBANAS
Ciertos libros son eternos
Aunque no figura en las enumeraciones de las que enseguida nos ocuparemos, la publicación de un libro es un hecho que no suele, afortunadamente, pasar desapercibido en una ciudad como la nuestra. Y cuánto más si esa producción literaria no es obra de alguno de nuestros consagrados escritores sino de un ignoto prosista de barrio. Del barrio Hipódromo, para ser más precisos.
El deporte de los reyes, se sabe, genera pasiones que difícilmente se observen en otro. Ya sé, antes que diga nada, cualquiera argumentará que el futbol es… nada. El futbol despierta una excitación en sus seguidores rayano a la locura, pero… pero, solo los domingos o eventuales días alternativos de partido. Lo mismo que cualquier otro deporte de competencia, pero con los burros, con el hipódromo, no. Para empezar, es un deporte en el que hay que estudiar. Mucho. Tener conocimientos bastante avanzados en ciencias tales como estadísticas, matemática, física, anatomía comparada, veterinaria, toxicología, climatología, genética, esoterismo y algunas otras que seguramente se me escapan en este momento. El burrero no llega desprevenido en la búsqueda de la bendición del azar con la misma ingenua expectativa de un pescador. No. El tipo estudia toda la semana, analiza, compara, elabora hipótesis, contrasta datos, evalúa alternativas; el burrero es un científico, que cuando se asoma a la ventanilla a comprar sus boletos pone en juego su experiencia, su prestigio y sus antecedentes, no solo unos mugrosos billetes que seguramente no recuperará jamás.
Pero como son, en general, autodidactas con cierta mística casi medieval, es raro que compartan sus conocimientos, menos aún que escriban libros. Por eso causó estupor y sorpresa, más allá de la sana envidia que producen estas cosas en el vecindario, cuando el narigón Aguirre publicó su primer libro. El narigón nació y creció entre “los pura sangre”, conoció la bosta antes que el asfalto y los nombres de los tres últimos ganadores del Carlos Pellegrini antes que el de los Reyes magos. Podía citar hasta la tercera generación de cada pingo que corría en cada carrera, así como hasta los vicios más ocultos de cada jockey. Su memoria era prodigiosa y su verborragia ilimitada. Es difícil saber quién le dio la idea o le sugirió que sería bueno que volcara sus conocimientos en un libro, acaso tampoco importe. Tras algunas semanas de ostracismo y concentración absoluta, el narigón cayó a una conocida imprenta del centro con sus originales bajo el brazo. La obra estaba terminada.
Era un curioso libro de olvidable título en donde se enumeraban, en cada uno de sus capítulos, cientos, miles de datos absolutamente irrelevantes, de dudosa credibilidad e imposible clasificación. Nombres de cuidadores se mezclaban con la numeración de los talonarios que se habían vendido en la tercera carrera; pesos de jockeys junto a tablas comparativas del precio de la avena durante el primer semestre.
Llamaba la atención un capítulo en el que pasaba revista de las diez situaciones que más expectativa provocaban entre los hombres y entre ellas no figuraba, como mencionamos al principio de esta crónica, la de escribir ni publicar un libro. En fin, eran casi trescientas páginas de algo inclasificable. En el encargado de la ventanilla 2 del Hipódromo fue en quien recayó la responsabilidad del prólogo. Se confesó con un colega mientras le mostraba los papeles que le había dejado el escritor casi como si le encargara el cuidado de un hijo. El narigón piró, fue todo el comentario. ¿Me querés decir qué hago con esto? Y qué sé yo, se encogió de hombros el otro, escribile cualquier cosa, total, ¿quién va a leer eso?
La presentación del libro se hizo —como correspondía—, en el corazón del barrio. No faltó nadie. Hasta el presidente del Jockey club estuvo allí y parecía emocionado cuando tuvo que decir unas palabras. El narigón no paraba de llorar y abrazarse con todos. Regaló y firmó libros hasta quedar exhausto, el prologuista recibió elogiosos conceptos por parte de quienes aún no habían leído el libro y probablemente nunca lo harían, pero sabían que estaba su nombre grabado allí.
Hoy, el libro del narigón todavía puede verse en muchas de las casas del barrio Hipódromo engalanando ciertos armarios o bibliotecas, acompañando fotos de cracks junto a sus cuidadores y sus jockeys, impecable, como si nunca hubiera sido abierto. Eterno.