CRÓNICAS URBANAS
Ánima bendita
Un relato basado en hechos reales no comprobados por la ciencia, pero sí asimilados por nuestra cultura popular.
-Es un infarto, sin dudas. El policía asintió sin entusiasmo y preguntó si ya podían moverla. El forense contestó seca y afirmativamente, mientras abandonaba la casa contestando su teléfono. La anciana estaba sentada aún en su reposera, con los ojos en blanco y la boca abierta en un rictus indescifrable de dolor o de espanto, las manos crispadas sobre el pecho, una mosca posada desvergonzadamente sobre un párpado. Frente a ella, un canario muerto en la jaula parecía su imagen patéticamente especular. Los dos se miraban sin verse. Los dos muertos.
El canario se llamaba Jeremías, nombre curioso para un ave, si se desconoce que ese era el nombre del finado marido de doña Úrsula Baigorria, cantor aficionado de tangos y albañil de oficio. Doña Úrsula aseguraba -y quién iba a negarlo- que el Jeremías no silbaba como cualquier canario, sino que, prestando atención, podía adivinarse en su trinar un valsecito, una milonga breve, un tanguito montielero, una chamarrita, y, si estaba inspirado alguna mañana, capaz que hasta un bolero le chiflaba. Que cantaba lindo, cantaba lindo, pero de ahí a decir que a veces le recordaba a Magaldi… Había que quererla mucho a Dona Úrsula para no pensar que no había quedado muy bien después de la trágica muerte de su esposo.
El canario era todo para ella, no precisaba de más compañía y tanto lo quería que hasta consideraba la jaula no un encierro sino una seguridad para él, ya que no solo doña Úrsula lo miraba de un modo especial, también estaba el Pancho, el gato de los vecinos. El Pancho era un barcino merodeador y poco afecto a los límites, se pasaba horas enteras mirándolo con cierta malicia desde uno de los postes del precario alambrado que separaba ambos fondos; sus dueños, una joven pareja que por razones laborales estaban la mayor parte del día fuera de la casa, varias noches habían compartido su preocupación por los instintos claramente depredadores del felino y el brillo especial de los ojos que se le notaba cada vez que desde el poste observaba al canario.
Un domingo al mediodía, la pesadilla se hizo realidad. Mientras mateaban a la sombra de un viejo sauce que estaba casi al fondo del patio, apareció el Pancho con el canario entre las fauces. Juan se ligó varios arañazos hasta que logró arrebatarle al extinto animal de entre los dientes al gato, la pobre ave tenía todo su plumaje amarillo teñido de tierra producto, seguramente, de los revolcones que le había propinado su depredador. Con un paño húmedo, limpiaron una a una las plumas y una vez acabado esto, Juan se dirigió sigilosamente hacia la casa vecina y colocó al canario en su jaula para que diera el aspecto de una muerte natural.
Claro, ellos no podían saber que doña Úrsula, al no escuchar los cantos mañaneros, había descubierto a su compañero muerto en la jaula y, llena de congoja y dolor, le había cavado un pequeño hoyo en el fondo del patio para darle cristiana sepultura. A lo sumo, para reconfortarse, habrá rezado para que el Jeremías fuera al cielo, no de vuelta a su jaula; así que verlo allí y que su gastado corazón dijera basta, fue una sola cosa.