EDITORIAL
Una antigua fórmula ética para la convivencia
En una época histórica de relativismo axiológico, donde cada individuo o grupo tiene su propia valoración de las cosas, todavía sobresale en la conciencia humana la idea de que no es justo dispensar a otro lo que no se quiere para uno mismo.
¿Dónde encontrar una guía práctica que nos ayude a comportarnos en sociedades, como las del siglo XXI, que algunos caracterizan de posmoralistas, en el sentido de que ya no rige un “deber ser” igual para todos? Las personas ya no se ponen de acuerdo respecto de qué es lo bueno y qué es lo malo, incluso dentro de una misma sociedad y más allá de las imposiciones de la ley jurídica. Se ha oscurecido la idea de que no existen principios morales universales o absolutos y entonces parece que cada cual, siguiendo sus preferencias, puede actuar como mejor le cuadre. “Relativismo moral”, así se califica al actual momento espiritual, sugiriéndose con esa expresión que los valores, en función de los cuales se regula el comportamiento humano, ya no responden a una tabla universal jerárquica, sino al criterio de cada quien. Los que postulan el universalismo moral sostienen que este relativismo conduce al caos social. Porque, dicen, debe existir algún estándar con el cual determinar qué es lo correcto. Pero más allá de la discusión teórica, cabe preguntarse si en las actuales circunstancias es factible que los seres humanos, pese a todas sus diferencias, pueden acordar en una ética mínima para la convivencia. Al respecto, se cree que todavía perdura en la conciencia humana, a pesar del vendaval relativista contemporáneo, un imperativo compartido cuya formulación sería: “compórtate, como te gustaría que se comportaran contigo”. Este principio de reciprocidad moral se encuentra bajo distintas formulaciones en prácticamente todas las culturas, filosofías y religiones, y por esta razón ha sido llamada la “regla de oro” (la referencia al oro se hizo por su consideración como el más precioso elemento). En los Evangelios el ideal aparece en este dicho de Jesús de Nazaret: “Así que trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti, pues ello resume la ley y los profetas”. Mahoma, en tanto, el profeta fundador del Islam, afirmó: “No hagas daño a nadie y nadie te hará daño”. El pensador chino Confucio, por otro lado, dijo: “No desees a los otros lo que no deseas para ti mismo (…) Si deseas reconocimiento, ayuda a los otros a conseguirlo; si deseas éxito, ayuda a los otros a alcanzarlo”. El filósofo pagano Séneca escribió: “Trate a sus subordinados como debería ser tratado por sus superiores”. Los judíos explican tal regla en forma de relato. A un célebre erudito, el rabino Hillel (80 a.C.-30 d.C.), se le acercó un pagano que prometía convertirse al judaísmo si Hillel conseguía explicarle la Torá apoyado sobre un solo pie. “No hagas a tu prójimo lo que odies que te hagan a ti”, le contestó el rabino, apoyándose en un solo pie. “Esto es todo lo que enseña la Torá, el resto no son más que comentarios. Ve y estudia”. El atractivo de la regla de oro residiría en que no es una afirmación arbitraria, que surge de una doctrina dogmática, sino que más bien preconiza una dinámica de relaciones intersubjetivas basadas en el sentido común y en el principio de no agresión. Además, su universalidad sugiere que puede estar relacionada con aspectos innatos de la naturaleza humana, al tiempo que quien aplique la regla tratará con consideración a todos los seres humanos, por encima de cualquier distinción de religión, clase o raza.
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