Un viaje interior
El receso en el trabajo suele producir en mucha gente una angustia ante el vacío por la no acción. Tan habituados estamos al movimiento y a la agitación, que nos espanta la perspectiva de un tiempo sin ritmo.
Entonces, inmediatamente, optamos por prolongar en el espacio del descanso el estilo que viene del año transcurrido. La diversión y el consumo frenético, así, revelarían nuestra adicción a la acción, a la búsqueda insaciable de algo, no importa qué.
Hay que llenar el verano, por tanto, con más ruido y actividad, con más apetito material, con más agitación, porque la consigna parece ser no “aburrirse”. Es decir, nos atemoriza la perspectiva de no hacer nada.
Es llamativo, en este sentido, que exista la noción de “ocio productivo”. Es decir la idea de sacarle provecho a las vacaciones, “haciendo” las cosas que no pudimos realizar durante el año.
Ello puede incluir la maratónica lectura de libros postergados, la práctica de deportes, la recorrida frenética por lugares turísticos, la puesta en marcha de una agenda de espectáculos a consumir.
En fin, toda la gama de actividades disponibles en las vacaciones que nos garanticen que vamos a estar “ocupados”. Porque de lo que se trata es de huir del demonio del aburrimiento.
Al respecto, se ha dicho que el sistema capitalista no sólo ha sabido programar el mundo del trabajo. También saca “plusvalía” del tiempo libre, al extender su influencia en el campo del ocio.
En definitiva, todos servimos al mercado: como trabajadores en las oficinas y fábricas, y como consumidores de la variopinta oferta para satisfacer las necesidades de diversión en tiempos de receso.
Sin embargo nada nos obliga a convertir las vacaciones en un espacio de acción por otros medios. A decir verdad, pueden convertirse en un extraordinario momento para hacer un viaje hacia nuestro interior.
Vivimos en un mundo donde todo conspira para separarnos de nosotros mismos. Pero el hombre es básicamente interioridad, y de hecho eso es lo que lo define respeto de otros seres vivos.
En este sentido, la soledad y el silencio, como precondiciones para el retorno a nuestro yo interior, no debieran ser malas palabras. Hay una dimensión exterior del hombre, regida por el dinamismo y la eficacia.
Pero lo decisivo es su vida interior, ese núcleo sagrado donde residen la mismidad y la libertad, lo que los antiguos llamaban “alma”, piedra de toque de la singularidad de cada quien.
Es aquí donde reside la capacidad contemplativa del ser humano, el lugar donde operan el pensar y el sentir. Amputar por tanto esta dimensión, a favor de los intercambios con el mundo exterior, ¿no supone un empobrecimiento de la existencia?
Acaso el tiempo de las vacaciones, donde no hay nada por hacer, sea una ocasión dorada para redescubrir nuestro acontecer interior, un viaje hacia adentro de nosotros mismo.
Eso será posible si en lugar del ruido, la hiperactividad, el movimiento continuo, hacemos un parate en favor del recogimiento y el silencio. En la quietud podemos experimentar nuestra subjetividad profunda, ahogada por tanto ajetreo.
Los antiguos creían que la principal fuente de felicidad era encontrarse en sí mismo. Decían, además, que sólo desde ahí el hombre podía comulgar en armonía con los demás y con el cosmos.
No hay que contratar ninguna agencia de viajes para hacer esa travesía interior.
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