IMPACTANTE
Se amaban pero uno vio en la muerte la única salida: una gran historia de amor y un final inesperado
Sabina y Claudio se habían conocido en su pueblo natal, se habían enamorado y habían formado una familia. El suicidio ocurrió una mañana, después de haber dejado a sus hijas, una en el jardín, la otra en la escuela. El recuerdo de un primer amor atravesado por el mayor de los dolores
Eran amigos del pueblo, una comuna breve llamada María Susana, a menos de 200 kilómetros de Rosario. Ella tenía 17 años, era niñera; él un poco más, 22, trabajaba en el negocio de los padres. Eran parte de un grupo de amigos pero ya todos se habían dado cuenta: Sabina y Claudio no se miraban como amigos.
Sabina Bolcatto sonríe del otro lado de la cámara cuando cuenta esta parte de la historia, “el antes”, cuando ni en su peor fantasía imaginó que podía terminar como terminó.
“Hasta ese momento él era lo máximo que me había pasado, lo más lindo. Era mi amor”, cuenta sentada en una reposera en el porche de la casa en la todavía vive, la misma en la que vivieron juntos.
Era algún día de 1994 cuando se pusieron de novios; un año después Sabina advirtió que estaba embarazada. Lo que siguió es un clásico de la época: un casamiento apurado pero no obligado, una mudanza a la casa de los suegros, volverse adultos -padres, familia- de repente.
No fue fácil, especialmente por su juventud. Cuando nació Stefi, la primera hija que tuvieron juntos, Sabina tenía 19 años, casi una mamá adolescente. Aunque lavado por los años, su recuerdo no es de desborde: “Claudio era muy bueno, y muy bueno con nosotras”.
Era también muy callado, lo que fuera que le pasara lo disolvía en silencio. Había erupciones de tanto en cuanto, sí, pero lo que ella recuerda lo entendió también con el paso del tiempo: “Cuando él tenía un problema siempre parecía que la muerte era su única salvación”.
Cuando algo lo sobrepasaba quedaba como enjaulado: “No sé si se pueden llamar indicios, pero lo había mencionado algunas veces. La primera fue cuando estábamos de novios”, identifica. “Nos habíamos peleado y me dijo: ‘Si vos me dejás yo me mato’”.
Nadie le dio demasiada importancia a la frase, incluso en aquella época sonó a amor: “Sin vos no soy nadie”, “te amo tanto que sin vos mi vida no tiene sentido”.
Sabina y Claudio llevaban tiempo anotados en el Fondo Nacional de la Vivienda (Fonavi) para aspirar a una casa propia cuando por fin salieron sorteados y decidieron mudarse: “Nos tocó una casita, ésta”, dice Sabina, y señala la fachada a su espalda. Son las tres de la tarde y los pájaros, en plena siesta de pueblo, hacen coros al relato.
“Pero cuando llegó el día de irnos él no quiso dejar la casa donde vivíamos, la de mis suegros, no por la casa sino porque era muy unido a su papá y no quería separarse de él”. Discutieron, “tanto que yo hice la mudanza sola”.
Claudio fue recién al día siguiente y esa imposibilidad de tomar distancia adulta de su papá terminó siendo, con el diario del lunes, una luz de alarma.
En 1999 nació la segunda hija de la pareja, Sofía. “¿Depresión? No sé si tenía depresión porque nunca tuvo un diagnóstico. Yo lo que veía en ese momento era que no podía separarse de su papá, que todo lo que hacía tenía que consultarlo con él”.
Pero el papá de Claudio arrastraba problemas cardíacos, había sido operado del corazón, y en 2001 murió. Claudio quedó de pie al borde de un abismo profundísimo.
“Lo veía mal, pero como cualquier persona que sufre la pérdida de alguien muy querido”, recuerda. “Y un día, cuando ya habían pasado unos meses de la muerte de mi suegro, llegué a casa y Claudio estaba llorando. Ahí me contó que desde que había fallecido su papá había intentado matarse dos veces”, dice y levanta las cejas frente a la cámara, con el desconcierto intacto.
Sabina no entendió nada y apuntó contra ella misma. ¿Cómo no se había dado cuenta? Claudio había ido a arrodillarse al cementerio frente a la tumba de su padre durante un año, todos los días, sin excepción, ¿cómo ella no había notado que había algo raro también en eso?
Hace 20 años no era frecuente hablar de Salud Mental, mucho menos dejar correr esa información en un pueblo. El suicidio era algo innombrable, tapizado de mitos, “la mancha de la familia”, el “algo habrán hecho”, “algo habrá pasado”.
Sigue ella: “A los dos o tres días que me dijo eso lo consulté con un psicólogo, un profesional de acá del pueblo”, cuenta, y abre las fosas nasales: la indignación también sigue intacta.
“Me dijo algo que nunca me voy a olvidar: ‘Quedate tranquila que el que dice que se va a matar no lo hace’. Bueno, se mató una semana después”.
El shock
El 14 de noviembre de 2002 Sabina y Claudio se levantaron temprano. No había pasado nada especial, parecía un día más. Ella llevó a la más chiquita al jardín, él a la más grande a la escuela primaria.
“Cuando volví a casa lo encontré tirado en el piso en un charco de sangre, estaba muy mal pero estaba vivo”. El “cómo” mejor no contarlo pero sí el siguiente plano de la escena: Sabina desesperada gritando que alguien la ayudara, las dos amigas que habían ido a casa con ella esa mañana corriendo, un vecino bombero que ayudó a que lo trasladaran con urgencia a Rosario.
Claudio quedó internado en terapia intensiva y fue en esa cama, frente a frente, que ella le dijo algo que aún hoy, dos décadas después, la hace llorar.
“Estaba muy grave pero yo había escuchado que cuando una persona está así lo último que pierde es el oído. Así que le hablé, y lo único que me salió decirle en ese momento fue: ‘Ojalá que encuentres la paz que nosotras no pudimos darte’”.
Dice Sabina que vio en el monitor que la frecuencia cardíaca de Claudio aumentó y que le dijo algo más: “Donde sea que vayas, que seas feliz”.
Claudio murió al día siguiente, tenía 30 años. Ella, 25.
Sabina sintió durante mucho tiempo que ella y sus hijas no habían sido suficientes para él, aunque ahora sabe que la depresión no se cura con amor. Tampoco el resto de las enfermedades que atentan contra la salud mental: ni siquiera se curan con el amor de los hijos.
Cuando la Policía entró a la casa a revisar no encontró cartas de despedida, y fue ahí que Sabina recordó otra advertencia que su marido había dado.
“Había dicho que el día que se cumpliera un año del fallecimiento de su papá toda la gente que había ido al velatorio iba a volver a juntarse”, sigue. “Bueno, lo enterramos el día del primer aniversario de la muerte de su papá”.
Sabina, con 25 años, quedó a cargo de dos hijas de 6 y 3 años. Podría haberse enojado con él, al menos como una parte obvia del duelo, pero “yo era muy creyente, y no me enojé con él sino con Dios. No entendía por qué una persona buena y sana como él podía terminar así. Con Claudio no me enojé, yo veía como sufría y que yo no podía ayudarlo de ninguna manera”.
La mala experiencia con aquel psicólogo que sólo reprodujo un mito -“el que avisa no se mata”- le dejó una gran desconfianza. Sabina sabe hoy que, con mejor orientación, podrían haberlo ayudado.
“Creo que él necesitaba mucha ayuda desde mucho antes, pero era de esas personas que no demostraban casi nada, ni cuando estaba bien ni cuando estaba mal”, describe. “Siempre sentí que lo hizo porque no soportó la muerte de su papá pero no sé si realmente fue eso, a lo mejor fue la gota que rebalsó el vaso”.
De a un día a la vez, y a medida que pudo amigarse con sus creencias espirituales, Sabina fue saliendo adelante.
“Fui sintiendo, a través de algunas señales, que él ya estaba en paz y empecé a sentirme tranquila, no sé cómo decirte, con el alma tranquila. Fue lo que él quiso, o lo que él pudo”.
El corte -el momento en el que tocó el fondo del pozo y empezó lentamente a subir- ocurrió seis meses después, en mayo de 2003, frente al televisor. Las imágenes mostraban las inundaciones de Santa Fe, considerada una de las peores catástrofes naturales del país.
“Recuerdo que estaba mirando el noticiero y vi a las madres gritando porque habían perdido a sus hijos, no los encontraban en medio de la inundación. Y pensé: ‘Esto es una tragedia, lo nuestro fue distinto’. Claudio había tomado ese camino y yo sentí que por el amor que le había tenido tenía que respetar lo que él había decidido”.
¿Decidido? ¿Decide alguien en una situación así, ‘cagándose’ en los que quedan? Quien da su opinión es Florencia Arévalo, psicóloga de Empesares, un grupo de apoyo para personas que sufrieron el suicidio de alguien amado.
“Muchos dicen ‘bueno, él lo eligió así’. Lo que yo creo es que alguien que está sufriendo tanto no elige terminar con su vida sin importarle el resto: decide terminar con su sufrimiento, y ese es el único camino que encuentra”.
Dos años después del suicidio de su marido - “y sin miedo de volver a enamorarme”- Sabina conoció a Daniel, el hombre que hoy es su pareja, el padre de sus otros dos hijos, dos varones.
“Con ellos hablamos de la muerte, porque no lo conocieron pero es el papá de sus hermanas, es algo que nos pasó a la familia. Y yo les inculco que es bueno decir lo que sienten, expresarse y pedir ayuda. Hoy hay un poco más de libertad, de igualdad, pero no siempre, todavía hoy siguen escuchando ‘ay, mirá, llora la mariquita’”.
Es que hay algo cultural asociado a esto de que “los varones son fuertes”, “los hombres no lloran”. Lo sostiene un informe de UNICEF de 2019: el suicidio es la segunda causa de muerte en chicas y chicos de entre 10 y 19 años. Sin embargo, la tasa de muerte es tres veces mayor en los varones que en las chicas.
“Ya está”, suspira Sabina cuando se corre del epicentro de la angustia. Es la primera vez que cuenta su historia en un medio y estaba nerviosa. “Ya está”, se repite. Es la semana del Día de los enamorados y esta era una historia de dolor: también una historia de amor. (Infobae)