¿CUÁL ES LA SUTIL DIFERENCIA ENTRE SABER PERDER Y SER UN PERDEDOR?
Réquiem para perdedores
¿Cuál es la sutil diferencia entre saber perder y ser un perdedor? Sabemos que ganar es bueno, ¿es tan malo perder? Vivimos en un tiempo en donde se nos inculca, bajo diferentes formas, una verdadera apología del ganador. Del triunfo. Del éxito. Una buena película ―por poner apenas un ejemplo― solo tendrá buena crítica si el o la protagonista ―perdedores, fracasadas― terminan revirtiendo tal situación y se convierten de la noche a la mañana en la contracara de lo que fueron. Quedarse en esa situación no sería un buen ejemplo, ¿o acaso hoy veríamos con buenos ojos a un Diógenes que, más allá de la sabiduría que tuviera (si fuera como el griego, claro) llevara el tipo de vida que el otro en Atenas? Sin dudas hoy solo sería un vagabundo, un croto (si viviera en Argentina), un homeless en el país del norte.
Mucho se dice acerca de cuánta gente no está adecuadamente para el éxito, sin embargo, pocos se enorgullecerían de confesar que están preparados para el fracaso. Para la pérdida. Ahora bien, ¿es lo mismo perder que fracasar? Shakespeare, ya hace muchos años, sentenció para quien quiera analizar su contenido: “Perder es ganar un poco” lo cual puede interpretarse como que, cuando se pierde, se puede y se debe aprender, pero ¿acaso es eso posible?
Fue un químico francés ―Antoine Lavoisier― quien afirmó: Nada se pierde, todo se transforma. Y aquella máxima pensada para los elementos químicos ―esbozada acá en forma casi infantil lo que se conoce como la primera ley de la termodinámica― se convirtió casi en una sentencia filosófica. La duda que me surge es si aquello que fue expresado en referencia a la materia, sería válido también para aquello que es inmaterial, como los sentimientos, las emociones y los pensamientos.
Si nos detenemos a repasar los grandes momentos de nuestras vidas observaremos que cada uno de ellos estuvo signado, de un modo u otro, por la pérdida. Desde que nacemos. Llegamos a un mundo hostil, ruidoso y desconocido abandonando un plácido y húmedo nido en el que somos alimentados, protegidos de toda tempestad y preocupación. Amados quizás, aunque eso no es algo que en ese momento de plenitud nos preocupe. Y nuestro nacimiento es entonces ―o quizás lo sea, no pretendo ser taxativo―, la primera pérdida. Y no me atrevería a afirmar, desde luego, que el solo hecho de nacer nos convierte en perdedores. En nuestra vida, casi sin darnos cuenta, ocupamos más tiempo en despedidas que en reencuentros; cambiamos de escuela, de barrio, de amigos con los cuales nos prometimos mutuamente estar juntos toda la vida, cambiamos de pareja, de trabajo y de sueños. Y, sin darnos cuenta, vamos cambiando de etapas de la vida hasta que, en el mejor de los casos, llegamos a la última y definitiva. Es entonces cuando, al mirar hacia atrás, podemos ver cuánto hemos ganado y cuánto hemos perdido para poder ganar. La juventud, sin dudas. Ya lo dijo Alejandro Magno cuando alguien le sugirió que iba demasiado a prisa en sus conquistas: Si espero, perderé la audacia de la juventud.
No es fácil perder, claro que no. Nadie nos ha enseñado ni se nos prepara para eso. Se nos educa ―en el mejor de los casos― para amar nuestra tierra, pero no se piensa que puede haber un exilio, se nos enseña ―en el mejor de los casos― a amar y honrar a nuestros padres, pero no se nos menciona la posibilidad de que un día cualquiera pueden morir dejándonos el imborrable rótulo de huérfanos. Se nos enseña ―en el mejor de los casos― que el trabajo dignifica, pero nadie nos habla de que puede que nunca consigamos un trabajo que haga eso de dignificarnos. Se nos repite ―en el mejor de los casos― que ser feliz es nuestro sino, nuestro objetivo final, nuestra meta, pero pocas veces se nos habla del espinoso y árido camino hacia la felicidad. Se nos impele ―en el mejor de los casos― a ser exitosos, pero lo hacen quienes quizás ni siquiera puedan definir con claridad lo que es el éxito.
Las pérdidas, como las crisis, quizás puedan ser oportunidades. Quizás. Pero ¿cómo aprovechar esas oportunidades si nadie nos prepara para eso? Y es que, como cantaba el Nano Serrat (obviamente no es casual que esta hermosa canción surja ahora en mi memoria): “No hay nada más bello que lo que nunca he tenido/ nada más amado que lo que perdí”.
Quizás sea un buen momento este momento para reflexionar en cuanto a que también en las prioridades nos equivocamos cuando buscamos aprender a ganar antes que aprender a perder.