LA LIBERTAD Y LA INTOLERANCIA
Pienso, luego, existo
La intolerancia no solo no parece tener límites sino, por el contrario y lamentablemente, está cada vez más viva y omnipresente.
Por Luis Castillo*
A la historia le gustan las paradojas, o eso pareciera al menos. Matar es el apellido del hombre que se puso al hombro la tarea de cumplir con la fatwa, la sentencia de muerte dictada ya hace más de tres décadas por alguien que se sentía ―y quizás lo fuera para muchos― la palabra de su dios encarnada en su garganta y sus sentencias. Recordemos un poco. Un escritor de origen indio Salman Rushdie, quien, vale la pena destacarlo, no gozaba de fama ni trascendencia mundial, publicó un libro al que tituló Los versos satánicos. En éste, había ciertos pasajes que parecían ofender al profeta Mahoma y eso despertó tanto la ira del mundo musulmán (que naturalmente salvo honrosas excepciones no creo que hayan tenido acceso a este libro hereje pero aun así lo condenó) y el Ayatolá Ruhollah Jomeiní, quien estaba a cargo de la teocracia de Irán, el 14 de febrero de 1989 decretara la pena de muerte del escritor. Esta proclama es lo que se conoce como fatwa, a través de la cual se instaba a la población musulmana de todo el planeta a ejecutar no solo al escritor sino a cualquier persona relacionada con la publicación del libro.
¿Es realmente ofensivo el libro, su argumento o su fantasía? Eso, en mi opinión, poco importa. Al fin y al cabo, en definitiva, es una cuestión de interpretaciones y, del mismo modo (salvando las distancias) con lo sucedido con El código Da Vinci, cuya ira por parte de algunos grupos ultracatólicos solo consiguió incrementar las ventas del libro hasta límites inimaginables.
A partir de esa decisión del supremo iraní, el autor posteriormente nacionalizado británico vivió perseguido, acosado y bajo vigilancia permanente y su vida no dejó de correr riesgos ya que, sumado a lo que pudiera estar relacionado con lo religioso, se ofreció una recompensa de casi tres millones de dólares para quien llevara a cabo la muerte del hereje.
Hace un par de días, un joven de apenas 24 años llamado Hadi Matar, lo apuñaló y dejó al borde de la muerte al novelista en plena disertación en Nueva York. Después de 33 años, alguien consiguió llevar una infame alegría a quienes se puedan llegar a regocijar con lo aberrante no solo de la concreción del acto homicida sino con que se condene a alguien por expresarse. Por escribir. Por pensar distinto. Por pensar.
Este no es un acto terrorista más. Y digo terrorista porque así se denominan los actos que llevan la función implícita de generar terror. Terror que, como sabemos, paraliza. Calla. Domestica. Este es un llamado de atención ―o debería serlo― para todos aquellos que creen que las amenazas a la libertad de expresión es algo liviano, superficial. Banal. La libertad de expresión, de expresarnos, de hablar, de disentir, de gritar lo que consideramos injusto, de escribir con sangre las paredes, no se calla con amenazas veladas ni, como en este caso, con la muerte misma. Ya vimos cómo se quiso en nuestro país callar las voces quemando libros, cortando gargantas, persiguiendo ideas. Y acá no pudieron. Y en el mundo no se debe dejar que nadie pueda. Sin libertad no hay vida. A menos que alguien anhele la vida del esclavo.
Lo invito a reflexionar, estimado lector, estimada lectora, acerca de si somos conscientes, cada vez que emitimos una opinión que censure, que ofenda, que hiera, que descalifique, si no estamos ―en una escala menor, sin dudas, pero no por eso menos canalla― siendo tan intolerantes como el fanático que insta a matar o el que lleva a cabo esa infamia.
Alguien escribió alguna vez: “En un lugar en donde todos piensan igual, sin dudas, alguien está pensando por todos”.
*Escritor, médico y Concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”