UNA RELECTURA
Libertad e intolerancia
(Este artículo ya fue publicado en esta columna hace algún tiempo pero, por razones que no es preciso explicar, me pareció pertinente invitar a su relectura.) Poner límites a la libertad parecería una verdadera paradoja o si se prefiere, un artero oxímoron. Pero, si de violencia se trata, ¿se debe ser tolerante con los intolerantes?
Luis Castillo*
El sociólogo húngaro Tzvetan Todorov en su libro “Los enemigos íntimos de la democracia” sostiene que los peligros principales para las democracias liberales modernas “no vienen desde afuera –de los fundamentalistas, de los comunistas– sino desde adentro, desde algunas tendencias o vicios de las democracias occidentales contemporáneas”, y remata “el pueblo, la libertad y el progreso son elementos constitutivos de la democracia, pero si uno de ellos rompe su vínculo con los demás y se erige en principio único, se convierte en peligro: en populismo, ultra liberalismo o mesianismo, los enemigos íntimos de la democracia”.
Ahora bien, la libertad, considerada no como un ente abstracto sino como algo que se nos presenta a cada rato como una pregunta concreta, como un cachetazo ante una sociedad desigual, ¿es un derecho del que gozamos todos quienes vivimos en una sociedad democrática o apenas una ilusión, una utopía?
De tantos derechos de los que nos provee la libertad tomemos, por ejemplo, la libertad de expresión. Sin dudas, la posibilidad de que tengan voz quienes no detentan el poder debe defenderse como algo inalienable. La cuestión no parece estar tan clara cuando esa misma libertad, ya sea desde sectores ligados al poder –o peor aún si provienen desde allí– es utilizada para promover la xenofobia, el racismo o cualquier otra forma de intolerancia. ¿Qué sucede cuando esa libertad se utiliza para atacar de un modo u otro –en forma de agresión directa o disfrazada de dudoso humor– la honra o la dignidad de las personas? Su estilo de vida. Su pensamiento. Sus deseos. Sus visiones. ¿Sus elecciones, en definitiva?
Karl Popper, uno de los filósofos más destacados del siglo XX, publicó en 1945 una de sus obras más leídas y analizadas: “La sociedad abierta y sus enemigos”. Allí, planteaba lo que se conoció como la paradoja de la tolerancia. Lo que Popper expresaba era que la sociedad, a través de las instituciones, debería prohibir a los intolerantes “Una tolerancia ilimitada –aseguraba– puede llevar a la desaparición de la tolerancia” ya que para él una persona intolerante no es aquella que usa la razón y los argumentos para el disenso, sino que su único argumento es la violencia. Bajo cualquiera de sus facetas y formas de expresarse. La paradoja entonces se plantea en cuanto que defender la tolerancia exigiría no tolerar la intolerancia.
Sin dudas, no es un tema sencillo como tampoco lo es la interpretación del texto que dio origen a la paradoja. Es más, las libertad
es del filósofo austríaco han sido no pocas veces tergiversadas o “erróneamente interpretadas”. Quizás, lo más prudente en estos casos sea no oficiar de exégetas y dejar que cada uno interprete lo más fielmente que pueda las palabras de su autor: “La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñan a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas. Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal".
José Carlos Ruiz, doctor en Filosofía y profesor de la Universidad de Córdoba (España), aporta que “la razón por la que Popper declara que no hay que tolerar a los intolerantes es porque no suelen estar preparados para argumentar a nivel racional, suelen renunciar al argumento racional y pueden incitar a los suyos a seguirles por medio de la violencia o de lo irracional y eso minaría la propia tolerancia".
A este respecto me parece muy pertinente la opinión del historiador Jaime Jaramillo, quien afirma que “cualquier consideración sobre los conceptos de tolerancia e intolerancia debe darse confrontándolos con el concepto de verdad, pues dichos conceptos surgen cuando alguien, sea una persona, una institución, un partido o un Estado creen que no hay sino una verdad, ya sea en el campo religioso, político, filosófico o en cualquiera de los aspectos de la cultura o del pensamiento, y que ellos son sus depositarios y guardianes.”
No está de más recordar en este momento a Rousseau y a su obra permanentemente citada “El contrato social”, según la cual el fundamento de la verdad política sería la voluntad general o voluntad de las mayorías expresadas a través del voto o sufragio universal. Es decir, las mayorías tienen siempre razón. Creo que sobran los ejemplos de que esta afirmación lejos está de ser una verdad absoluta ni mucho menos.
En definitiva, quizás la tolerancia solo sea posible, entonces, si aceptamos que, en todos los campos, desde la cultura hasta la ciencia y desde la política hasta la religión, no existe una verdad absoluta. Una verdad única. Que no solamente existen los blancos y los negros sino toda una extensa gama de grises y que las certezas tal vez descrean de las monocromías incondicionales.
Ser tolerante no significa ser indiferente y mucho menos cuando para eso se precisa disfrazarse de imparciales. Tibios espectadores que no nos involucramos en lo que no nos concierne. Porque no soy negro, porque no soy comunista, porque no soy judío… porque nunca entendí el poema de Martin Niemöller.
Usted, afortunadamente, es libre de decir o pensar lo que quiera, pero si detrás de ello se esconde arteramente la violencia, su libertad no me inhibe de expresarle con vehemencia mi desprecio.
*Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos.