La guerra, ante el mito del progreso
Pero así se pasa por alto lo que el trágico episodio contiene como interpelación a la conciencia humana. O dicho de otro modo, ¿por qué persiste la guerra, considerada una de esas calamidades que azotan a la humanidad?
El dato antropológico es que el género humano no ha logrado erradicar estos obscenos espectáculos de crueldad, pese a los progresos que ha alcanzado en tantos frentes, sobre todo en el plano de la ciencia y de la técnica.
Se nos dirá con razón que a la par de la guerra hay que colocar el hambre, como otro de los azotes que avergüenzan la condición humana. En efecto, mientras hay pueblos atiborrados de comida, otros sucumben en la infraalimentación.
Lo cierto es que aquí nos vemos, en pleno siglo XXI, ante crueles realidades que atormentan al hombre desde siempre. Una mirada a la historia nos ayudará a entender que la guerra, por ejemplo, constituye una constante humana.
La paradoja es que el hombre sigue haciendo la guerra con aparatos cada vez más mortíferos, símbolos inequívocos de la ciencia moderna. Gran desilusión: ¿No era que el progreso científico iba en línea con un aumento de la felicidad humana?
En realidad el mentís a los adoradores del progreso material lo ofreció el siglo pasado. La Primera y la Segunda Guerras Mundiales derribaron el mito del hombre nuevo, emergido de las entrañas de la Utopía cientificista del siglo XIX.
Por otra parte, los campos de exterminio nazi junto a la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, episodios siniestros donde lo humano quedó eclipsado hasta lo indecible, demostraron que la modernidad tecnológica pueden aparearse con la barbarie extrema.
El infierno de la guerra es un infierno a la vez científico, técnico, moderno. Ergo: la persistencia de la masacre científicamente calculada y producida pone en entredicho la ideología del Progreso, entendido en sentido materialista.
La convicción de que, gracias a un creciente dominio técnico sobre la naturaleza, el desarrollo de las fuerzas productivas y la ciencia permitirían la liberación del hombre, ha quedado obsoleta como respuesta al dilema ético que plantea la persistencia de la guerra.
Las matanzas entre seres humanos, verdaderas operaciones quirúrgicas masivas, son disonantes para una humanidad que introdujo el principio de la racionalidad científica como causa eficiente en la construcción de un mundo apacible, prospero y unido.
Ahora comprendemos que resulta una insensatez hacer del progreso espiritual una prolongación del progreso material, así como el árbol surge de la semilla o el pájaro del huevo. Porque se trata de dos planos irreductibles entre sí.
Ciencia y técnica son por sí mismas perfectamente indiferentes al drama moral del hombre, abismado en realidad ante tensiones metafísicas insolubles, como puede ser la existencia del bien y del mal, respecto de las cuales las religiones algo tienen para decir.
Corolario: las conquistas materiales no han implicado una ascensión moral proporcional del hombre, así como tener más poder no nos hace per se mejores. No haber comprendido esto nos ha llevado a equívocos dramático.
Por ejemplo al equívoco de creer que las guerras –consecuencias en realidad de la incurable imperfección humana-, serían erradicadas una vez que el hombre hubiera aumentado su eficacia material, con la ayuda de la ciencia y la técnica.
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