LA DISTANCIA ENTRE LA TRAGEDIA Y LA COMEDIA
La foto
Está historia que quiero compartir fue tristemente cierta. Por razones obvias fueron cambiados nombres y circunstancias (como suelen referir las crónicas policiales) pero fue dolorosamente real.
Luis Castillo
La distancia entre la tragedia y la comedia pueden ser, muchas veces, apenas delimitadas por el tiempo y el contexto. Situaciones que en un determinado momento se viven con angustia, con terror, con desazón, son recordadas no pocas veces con estentóreas risas aun exagerando más lo que pudo haber sido trágico.
Hace un tiempo llegué a la casa de un conocido en Villa María y me llamó la atención que, sobre una desvencijada mesa de luz, un portarretratos de acrílico naranja exhibía un cartón que, sobre la derecha decía en forma manuscrita: “Mamá” y en el otro extremo el otro decía: “Papá”. Sin poder ocultar mi sorpresa le pregunté el porqué de ese extraño adorno (en realidad no sabía cómo llamarlo para evitar ofenderlo); sin molestarse me contestó: es que no tengo foto porque no los conocí a ninguno de los dos.
Así, muchas historias pueden ser recordadas con una sonrisa aun cuando en el fondo escondan situaciones que rocen el espanto. Un amigo que supo ser comisario allá por los años ´60, me contó este otro episodio que dejo su catalogación al arbitrio de los lectores.
En unas de las estaciones de ferrocarril que daban pie a caseríos que más tarde se convertían en pueblos y algunos hasta crecían al punto de llegar a ser ciudades, se encontraba la oficina en donde , a los fondos, residía este hombre —pongámosle González por apelativo a fin de preservar su anonimato— quién, sin haber pasado jamás por la escuela de oficiales, se hallaba a cargo de lo que vulgarmente se llamaba comisaría —aunque oficialmente no lo fueran— y por lo tanto, su cargo pasaba a ser el de comisario, cosa que naturalmente tampoco eran. Eso, la verdad sea dicha, poco importaba, el uniforme imponía respeto y la presencia de “la milicada” en los bailes o en las cuadreras, si bien no garantizaban el orden total, sí reducían el número de problemas que la euforia y el alcohol suelen provocar cuando se combinan en dosis adecuadas.
En este pueblo, que bien le cabría la cervantina frase “de cuyo nombre no quiero acordarme” vivía una familia compuesta por don Jacinto Menchaca (nombre ficticio, por supuesto), su esposa Rosalía y un hijo que, al momento de los acontecimientos que vamos a narrar, tendría unos veintipico de años cronológicos en un cuerpo alto y desgarbado al que movía sacudiendo los brazos como aspas y emitiendo sonidos que quizás querrían imitar a algún pájaro. Jeremías se llamaba, ya que había nacido un primero de mayo, día en el que era más difícil que habitualmente conseguir ayuda a la hora de un parto dificultoso. Jeremías tuvo, según aseguraba alguien, una falta de oxígeno al momento del parto y eso provocó cierto retraso mental que, en ocasiones, se hacía más manifiesto pero que, en la vida cotidiana, pasaba casi desapercibido. El pueblo se había acostumbrado a la forma de ser de Jeremías y para todos era apenas un chico grande.
Jacinto Menchaca, sin embargo, nunca terminó de asimilar ese golpe que la vida le dio inmerecidamente; después de los primeros años de vida de Jeremías, cuando ya era imposible no ver que no era un gurí como el resto, la decepción lo hizo no solo sumergirse decididamente en el alcoholismo y la depresión sino que evitaba por todos los medios de tener contacto con el hijo. Lo rechazaba. Pero a Jeremías poco le importaba eso, nada podía evitar que lo siguiera a su padre a todas partes, que se le colgara de las bombachas cuando éste volvía de trabajar en el campo o que lo estuviera esperando hasta la madrugada cuando volvía mamau del boliche y le ayudaba a acomodarse en el catre como quien guarda una marioneta en un canasto. Jeremías era muy querido en el pueblo y hasta en la comisaría solía pasar tardes enteras cebándole mates al comisario y dándole charla acerca de todas esas trivialidades con las que se conjura la monotonía.
Cierto día, cuando el agobio fue más fuerte que las ganas de combatirlo con un imposible olvido, Jacinto Menchaca se colgó de un molino. Quiso el destino que fuera justamente Jeremías quién, cuando salió a buscarlo pasada las tres de la tarde de un sábado y el padre no regresaba a almorzar, lo encontró ahorcado. Recorrió los boliches. Nada. Recorrió las casas de los conocidos. Nada. Finalmente, salió al campo y allí, apenas a unos 500 metros de pueblo, lo encontró con un lazo que el mismo Menchaca había trenzado para que su hijo aprendiera a pialar, colgando ya sin vida del molino de la estancia El refucilo. Salió corriendo hasta la comisaría y relató a borbotones la visión. Jeremías no estaba triste, estaba confundido.
El comisario González le dijo que se preparara unos mates y lo esperara mientras él iba hasta la ciudad a reportar el suceso. A las dos horas regresó el comisario acompañado de otros dos uniformados y un fotógrafo. Vamos Jeremías, le dijo el comisario, llevanos hasta donde está tu viejo.
Jeremías los guió marchando delante de ellos con los brazos quizás más agitados que de costumbre. Llegaron al molino. Los que acompañaban al comisario tomaron algunas notas en unos cuadernos grandes y el fotógrafo se acomodó para registrar el cuerpo tal como se lo había encontrado antes de proceder a bajarlo. Cuando iba a disparar, Jeremías corrió hasta donde estaba el cuerpo inerte y se abrazó a él, miró con una enorme sonrisa hacia el fotógrafo y se quedó tieso. ¿Qué haces Jeremías?, preguntó el comisario incómodo, salí de ahí que tienen que sacarle una foto. Que nos saquen a los dos, dijo Jeremías, no tengo ninguna foto con mi papá.