EDITORIAL
La alternancia en el poder es una virtud republicana
Que hoy asuma un gobierno de distinto signo político, corolario de elecciones limpias y democráticas, es un hecho que el país debe celebrar, ya que fortalece el régimen republicano.
Al mismo tiempo, no deja de ser un acontecimiento que la democracia argentina haya saldado una asignatura pendiente al concluir con normalidad su mandato un gobierno no peronista, después de varias décadas. El tema es particularmente relevante a la luz de la pobre performance institucional de la Argentina, donde las interrupciones abruptas de los gobiernos, por golpes militares o convulsiones políticas, han sido una constante histórica. De los únicos cuatro jefes de Estado no peronistas, elegidos en las urnas, dos fueron derrocados por los militares: Arturo Frondizi en 1962 y Arturo Illia en 1966. Luego, más acá en el tiempo, y tras recuperarse la democracia en 1983, los otros dos no pudieron concluir sus mandatos: Raúl Alfonsín debió entregar el poder seis meses antes (1989), y Fernando de la Rúa debió hacerlo dos años antes (2001). En este sentido debe celebrarse que hoy se produzca con normalidad el traspaso del mando entre dos presidente de distinto signo político, lo que habla de la madurez de la sociedad, en el período democrático más prolongado de la Argentina (los últimos 36 años). Por alternancia política debe entenderse el cambio o la sustitución de un grupo gobernante por otro cuando procede de un partido político distinto, y este proceso es producto de la competencia electoral. Vale la pena recalcar que éste es uno de los componentes fundamentales de cualquier sistema de gobierno de auténtica filiación republicana y democrática, cuya antítesis son los regímenes totalitarios de partido único. El principio de la rotación y de la alternancia hace posible que se renueve la política de un país. Que gente nueva con visiones distintas de las cosas ejerza el poder estatal es un signo de vitalidad, ya que se trata de apostar a una renovación de la ideas. Este mecanismo es posible porque antes existe el derecho a cambiar pacíficamente con el voto un gobierno y reemplazarlo por otro, regla de oro de la democracia. La experiencia histórica mundial ha demostrado que el camino para asegurar el desarrollo, la estabilidad y la supervivencia de un sistema político-institucional es el que asegura la renovación periódica de elencos gobernantes de distinto signo. Las sociedades no son monocromáticas, no poseen un solo matiz o tono ideológico-político, razón por la cual su representación política debe reflejar la policromía ciudadana, que se expresa en partidos y coaliciones diversas, con igual derecho a aspirar a conducir el Estado. Se ha observado con razón que en la tradición de la vida pública latinoamericana, tan identificada con el caudillismo personalista, sigue siendo difícil la convivencia entre fuerzas políticas adversas o diferentes que sepan construir y desarrollar un auténtico sistema de rotación en el ejercicio del poder. En las naciones de raíz anglosajona, en cambio, los sistemas bipartidarios -que se basan en un ejercicio rotativo del poder- han sido consagrados por una firme tradición cultural. ¿Está la Argentina consolidando un sistema político balanceado, de convivencia entre espacios políticos distintos, que aceptan las reglas de juego de la alternancia en el poder, a tono con la idiosincrasia policromática de las sociedades del siglo XXI?
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