LOS NUEVOS LABERINTOS DE LA VIDA
Eternos finales, nuevos comienzos
Desde la adolescencia, mi pasión por la lectura de los cuentos de Borges se fue incrementando y no se detuvo jamás; en ese momento, apenas me preocupaba por entenderlos; ahora, creo que finalmente pude empezar, a mi modo, a comprenderlos.
Por Luis castillo*
Ante todo, quiero aclarar que el escrito de hoy no será una columna literaria, sino que apelaré a ciertas lecturas y relecturas para tratar de compartir algunas sensaciones que particularmente me conmueven.
Como algunos lectores ya sabrán, Borges escribía acosado por ciertas obsesiones entre las cuales se destacan sus tigres, sus laberintos, el color amarillo, el tiempo cíclico y el inasible cosmos de la simbología.
Ahora bien, podría parecer, prima facie y más allá de las innumerables interpretaciones que se han hecho acerca de la obra de este maravilloso escritor, que son solo eso, obsesiones, sin embargo, en este momento creo, y perdón por la arrogancia, que hoy me atrevo a vislumbrar otras cuestiones implícitas en dichas obsesiones.
Siempre me pareció curioso el tema de los laberintos; se me ocurría un recurso más que interesante pero no mucho más que eso: un recurso; lo mismo que el permanente jugar con el tiempo (si acaso pudiera jugarse con el tiempo).
Por alguna serie de circunstancias cuya concatenación naturalmente desconozco y que ante ese desconocimiento denomino azar, mi vida (perdón por lo autorreferencial) cambió súbitamente de un modo inesperado e insospechado. Leí o escuché alguna vez que el único momento en que Dios se ríe es cuando nos escucha hacer planes; eso, creo, explica todas aquellas circunstancias a las que por ignorancia llamamos inesperadas y es que, naturalmente, no estamos preparados sino para esperar más que lo esperable, lo conocido, lo rutinario.
Un día como tantos, como cualquiera, que fatalmente no fue un día cualquiera, me encontré con que mi hijo había quedado ciego.
A partir de aquella infausta circunstancia, empecé a descubrir nuevos momentos y situaciones que se sucedían unos tras otros, sin una lógica aparente, marcando nuevos rumbos tanto en su vida en la mía y la de todos y cada uno de los que, de algún modo, estábamos más cerca de él.
Para mi hijo, súbita e inexplicablemente, el día y la noche perdieron su sentido; como lo perdieron también la palabra luz, la palabra obscuridad, y sabemos que cuando se pierden las palabras no solamente se están perdiendo las palabras. Un día cualquiera (que dejó de ser un día cualquiera) cada instante comenzó a iniciarse para él con un inútil elevarse de párpados, y cada momento subsiguiente solo alcanzaba a presagiar el incierto encuentro con nuevos laberintos.
Es que entonces descubrí, a través de los ojos sin vida de mi hijo, que todo cuanto había delante de él, detrás de él, a cada lado (que ya habían perdido su condición de lados) era apenas un nuevo y atroz laberinto que iba conformándose, confundiéndolo o intentando hacerlo; laberintos que, al modo de la casa de Asterión, se convertían silenciosamente en una gigantesca cárcel sin puertas, sin ventanas, sin techo.
Ese fue el comienzo de mi cambio en la interpretación de ciertos escritos borgeanos, una persona para quién, casi de la noche a la mañana (antes habitó, según narra, un universo monocromo de amarillo) las palabras noche y la palabra mañana pasaron a ser solo palabras y delante de él comenzaron a fatigarse laberintos interminables a los que había que recorrer con manos vacilantes, manos inseguras; comprendí también que para quien no ve con los ojos el tiempo es otro, que el concepto y la percepción del tiempo son otros y que estos no se mensuran con luces y oscuridades ni con inútiles relojes. El tiempo, para mi hijo, pasó a ser algo tan laxo y tan inasible como esos mismos laberintos que se crean en su cabeza a cada instante. En cada nuevo no lugar al que llega una y otra vez, aunque sea el mismo sitio al que fatiga a cada rato.
Esto que narro, que tengo la fortuna de poder hacerlo, sé que es común a muchos padres, muchas madres, muchas parejas, hermanos, amigos, a quienes la vida los sacude con un cachetazo de nueva realidad en un momento cualquiera. Ese momento en el que sentimos que llegó un final. No importan la edad ni las circunstancias. Sin embargo, quizás podamos, no sin esfuerzo, soñar y perseguir ese sueño de un nuevo comienzo. Diferente claro. Difícil, por supuesto. Pero posible.
Nadie puede colocarse en los zapatos de nadie, eso está claro, pero imaginar un mundo sin imágenes, sin voces, un mundo hostil que nos castiga con ruidos, con vértigo, con impaciencias, no es tan cruel como saberlo cubierto de indiferencia, de intolerancia, de desamor hacia el otro. Ese otro que camina con dificultad, que no camina, que no ve, que no oye, que no entiende, que lo ensordece hasta un susurro, que no sabe -no comprende- que haya quien no solo pueda hacerle daño, sino que, además, no le importe.
El tiempo, para mi hijo, en cierto modo se detuvo. Los rostros conocidos, incluso el suyo, el de quienes ama, quedaron congelados, detenidos. Las imágenes no envejecen. El inexorable proceso de los humanos se detuvo. Las voces, seguramente, se volverán más apagadas, más severas, más ajadas, pero los rostros, en su memoria y su recuerdo, seguirán intactos, como estaban el último día en que cerró los ojos para dejar este mundo conocido y comenzar a recorrer, a descubrir, a inventar y por qué no, a disfrutar, de ciertos eternos y vedados laberintos.
*Escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”