INUNDACIONES
Entre la zozobra y la esperanza
En estos días, nuevamente, nuestro río amenaza con convertirse en un nuevo motivo de angustia y desesperanza. Toda previsión, toda organización, todo protocolo, apenas alcanza a minimizar los daños que, más allá de lo material, conlleva situaciones que poco o nada tienen que ver con las pérdidas de ciertos objetos que tienen valor, pero no tienen precio. Los objetos, sabemos, tienen el valor simbólico de lo que representan, de los recuerdos que llevan consigo, de las memorias.
Dejar atrás (no es adecuado, se me ocurre, utilizar la palabra abandonar para estas situaciones) el hogar, ese sitio que día a día nos cobija, nos une, nos da pertenencia y al que por eso y otras tantas íntimas situaciones llamamos hogar, no es fácil y mucho menos inocuo. No se sale jamás indemne de una evacuación por más breve que esta sea, por más morigerado que sea el daño residual, por el aparente (o real en muchos casos) periodo de mejoría transitoria que se ofrece desde el Estado a quienes padecen estas circunstancias.
Quienes tenemos la dicha de vivir cerca de un río sabemos que no pocas veces (cada vez más) el riesgo de las inundaciones debido a factores que están lejos de nuestro alcance, pese al ancestral deseo de dominar a la naturaleza, es real, es factible, es probable. Y, queramos o no, sucede. A pesar de la tecnología, sucede. A pesar de las previsiones, los protocolos y los rezos, sucede. Como quien vive cerca de una montaña y es consciente del riesgo de los terremotos o cerca del mar, de un volcán dormido. Y pese a todo eso, elegimos estar ahí. Vivir ahí. Y, si es necesario, sufrir y a veces hasta morir ahí.
Muchas personas conviven con el desasosiego de la certeza de las inundaciones, no se acostumbran a eso, solo conviven y confían. En la naturaleza, en Dios, en la asistencia que debería llegar de ser preciso. Conviven y confían. Aun a sabiendas de que nada será igual después de que el agua se haya ido, de que el río haya vuelto a su caudal, de que hayan cesado las tormentas y los vientos. De que haya disminuido (no desaparecido, eso no desaparece jamás) el olor a humedad de los recuerdos. Esa foto que no se pudo rescatar y ya no está. Ese juguete viejo. Ese mueble sin valor aparente que nos vio crecer y que heredamos sin pedirlo y que ahora ya es solo un esqueleto inútil. Nada es igual que antes. Pero es así. Un día cualquiera hay que dejar con dolor el hogar y después volver y comenzar de nuevo. Las veces que sea necesario. De la forma en que se pueda. Distinta. Porque quienes han sufrido una inundación saben que todo puede ser mejor o peor que antes, pero no será igual nunca más. Para bien o para mal, será distinto. Mientras tanto, habrá que volver a ese lugar que llamamos hogar. Una y otra vez. Volver. Con la misma zozobra, con la misma esperanza.