En busca de la brújula perdida
En momentos en que disentir suele ser visto como una amenaza y el pensamiento único se nos ofrece -sutilmente- a los ciudadanos como una segura tabla de salvación ante inconmensurables males por llegar, parece apropiado detenernos a reflexionar -aunque sea unos segundos- sobre algunas de nuestras fortalezas y debilidades como habitantes de este bendito suelo.
Por Carlos Walter Ihlo*
OpiniónMientras en otros países el desarrollo trajo aparejado para sus habitantes un nuevo estilo de vida -dando a los problemas su justa dimensión y reservando más tiempo al crecimiento personal- aquí nos resulta difícil explicar -al menos con un mínimo de lógica- por qué corremos y hacia donde lo hacemos. Posiblemente ello resulte producto de haber perdido la brújula que determinó nuestro norte como sociedad con los peligros que ello implica.Piénsese sino en una comunidad inmersa en una carrera a oscuras y sin rumbo. A ello agréguese un bombardeo diario de noticias muchas veces fragmentarias, superficiales, efímeras e intencionadas y tendrá como resultado un montón de gente alocada, desinformada y sin tiempo ni posibilidades de pensar seriamente en un proyecto común.Su destino resulta así fácil victima de decisiones espasmódicas y generalmente voluntaristas, las que aderezadas con una buena dosis de entretenimientos televisivos o informáticos pueden sumergir definitivamente a los ciudadanos en la frivolidad y el individualismo, en claro desmedro hacia los valores comunitarios y hacia su protagonismo como constructores de su propio futuro. "Las ideas no se matan" se escribió una vez. Lo cierto es que sí pueden adormecerse.Argentinos al fin, admiramos el desarrollo de otros países sin considerar que lo alcanzaron teniendo metas claras y principios que defienden -aún ante las peores crisis- por ser la base pétrea sobre la que reposan sus esperanzas y garantía como Nación.Son esas mismas sociedades las que, ante la aparición de determinados procesos nocivos para su futuro, generan rápidamente sus anticuerpos, estimulando por ejemplo, la educación a partir de la experiencia derivada del fracaso en lugar de refugiarse en la soberbia de cargar la culpa en otros. Quizás sea porque aprendieron que una Nación es merecedora de respeto cuando logra demostrar ante sus pares que su estabilidad y seguridad jurídica excede holgadamente los cuatro años posteriores a una contienda electoral o los vaivenes propios de un mundo cada vez más globalizado.Por ejemplo, ante la flamante reelección de la canciller alemana Angela Merkel podríamos preguntarnos cuánto de ello se debe al reconocimiento de sus conciudadanos sobre el nivel de vida que habían alcanzado previo a la recesión más profunda que atraviesa aquel país desde la posguerra, y la convicción de que -aún así- esa mujer es la única capitana idónea para capear el temporal.Alemania, un país destruido por dos guerras mundiales -en el que toda expresión de defensa o revancha hacia los viejos tiempos del odio es severamente castigada-, es la primera potencia económica europea. No se quedaron en el pasado. Hoy su PBI es 12,8 veces superior al de Argentina, que -sin más guerra que la de su propia torpeza- debería sumar el PBI de Brasil, España y México para alcanzar el nivel de los germanos.Merkel, considerada la "mujer más poderosa del mundo" por cuarto año consecutivo, según la revista Forbes, tuvo la humildad de comprender que el país la reeligió por sobre las estructuras partidarias reconociendo querer poner fin a la coalición que hasta entonces la había acompañado: "Quiero ser la canciller de todos los alemanes para mejorar la situación de nuestro país", sostuvo la mujer que defendió las reglas y principios de su país por sobre los cantos de sirena que le aconsejaban cambiar de rumbo. En la crisis se refugió en sus conocimientos, en sus principios y en el apego a las normas vigentes. (1)
La anomia
Durkheim sostenía la necesidad del hombre de tener normas advirtiendo la conmoción que producía la anomia. Apréciese sino como el conductor que circula de noche por una ruta imperceptiblemente reduce la velocidad cuando desaparecen las franjas laterales que indican los bordes de la calzada.El niño incapaz de colorear dentro de una figura en el jardín de infantes, emite una señal de alerta que merece ser objeto de adecuada atención. El reo que aprecia la torre de control se siente vigilado aunque no pueda distinguir el guardia en ella. En las rutas de España se colocan estratégicamente figuras de cartón que simulan patrulleros aprovechando la imposibilidad de los conductores de distinguir a la distancia si se trata de una patrulla real. No se trata de casualidades. Nuestro cerebro funciona con límites y del mismo modo toda sociedad -por particular que pretenda reputarse- requiere indefectiblemente sujetarse a un conjunto de normas que regulen la vida de sus integrantes.Paradójicamente a la hora de encontrar cuales son hoy las normas rectoras de nuestro camino como sociedad las respuestas aparecen esquivas. Probablemente porque la falta de un proyecto común susceptible de encolumnar la mayor cantidad de voluntades, nos encuentra actuando en un escenario con una obra carente de título, guión y en busca del director adecuado. Desaforadas y extemporáneas pretensiones fundadas en intereses exclusivamente personales se estrellan contra la indiferencia de la mayoría y sólo son recogidas por el tibio paño de la obsecuencia. El valor de la palabra se desintegra tras el anuncio de programas y planes que en ocasiones resultan tan inasibles para el ciudadano común como el aire por el que se difundieron. En ocasiones, no por mala intención, sino por omitir considerar si realmente eran viables y si los intérpretes disponían de los instrumentos necesarios para ejecutarlos. En otras porque el inflamado discurso del balcón se despedaza en la inmediata e íntima confidencia posterior sobre la imposibilidad de su aplicación.Se polemiza sobre las consecuencias: la desaparición de la militancia política o la falta de participación ciudadana, sin advertir que el problema radica en la causa: esto es, la imposibilidad absoluta de generar la masiva adhesión de los ciudadanos que pretenden ser reconocidos como algo más que el portador de una boleta electoral cada cuatro años.Que quiere ser conquistado con ideas y no con mandatos, con realizaciones y no con anuncios, con legalidad y no por caprichos y -finalmente-, con un manejo claro de las cuentas públicas de modo que las leyes de la matemática pública sean iguales a las que él aplica en la actividad privada.Los desencuentros conspiran severamente contra nuestros intereses como sociedad colaborando a disgregarnos algunas veces entre pares, otras entre administradores y administrados. Y es lógico que así ocurra. Cuando el rumbo se pierde el mar se presenta idéntico a nuestro alrededor. Cuando los ciudadanos advierten desigualdades, difícilmente se presten a ser mansos corderos de las decisiones de turno. Por el contrario, incrementarán sus precauciones para evitar ser avasallados por el príncipe de turno.Aún así, hay que tener cuidado porque el escenario del disconformismo extremo acarrea un peligro mayor: la elección por bronca -el voto castigo-, sin importar si existe un proyecto alternativo coherente. Afloran entonces los apetitos voraces de quienes desempolvan el espejo complaciente que les devuelve una imagen de salvadores de nuestros destinos.Pero ese espejo hecho a medida omite reflejarle su falta de preparación para los nuevos desafíos de gobernar, recordarle sus anteriores fracasos o bien que necesitarán un número de aliados tan alto como inversamente proporcional al tiempo que permanecerán juntos. Por último, tampoco le muestra que hay miles de ciudadanos que recordamos haber escuchado esa canción y por cierto, bailado bastante con ella.El individualismo, manifestado en la falta de participación y en el desinterés por el adecuado ejercicio de nuestros derechos colectivos y particulares no hace más que armar un tibio colchón para la siesta del pensamiento, sin que prestemos atención a quienes perversamente pretende que la misma sea eterna. Mantenernos despiertos posiblemente sea en este momento nuestro mayor desafío como ciudadanos. (Continuará)* Abogado -Villa Paranacito
Fuente. Diario Clarín e Infobae (Arg.) y El País (España)
Por Carlos Walter Ihlo*
OpiniónMientras en otros países el desarrollo trajo aparejado para sus habitantes un nuevo estilo de vida -dando a los problemas su justa dimensión y reservando más tiempo al crecimiento personal- aquí nos resulta difícil explicar -al menos con un mínimo de lógica- por qué corremos y hacia donde lo hacemos. Posiblemente ello resulte producto de haber perdido la brújula que determinó nuestro norte como sociedad con los peligros que ello implica.Piénsese sino en una comunidad inmersa en una carrera a oscuras y sin rumbo. A ello agréguese un bombardeo diario de noticias muchas veces fragmentarias, superficiales, efímeras e intencionadas y tendrá como resultado un montón de gente alocada, desinformada y sin tiempo ni posibilidades de pensar seriamente en un proyecto común.Su destino resulta así fácil victima de decisiones espasmódicas y generalmente voluntaristas, las que aderezadas con una buena dosis de entretenimientos televisivos o informáticos pueden sumergir definitivamente a los ciudadanos en la frivolidad y el individualismo, en claro desmedro hacia los valores comunitarios y hacia su protagonismo como constructores de su propio futuro. "Las ideas no se matan" se escribió una vez. Lo cierto es que sí pueden adormecerse.Argentinos al fin, admiramos el desarrollo de otros países sin considerar que lo alcanzaron teniendo metas claras y principios que defienden -aún ante las peores crisis- por ser la base pétrea sobre la que reposan sus esperanzas y garantía como Nación.Son esas mismas sociedades las que, ante la aparición de determinados procesos nocivos para su futuro, generan rápidamente sus anticuerpos, estimulando por ejemplo, la educación a partir de la experiencia derivada del fracaso en lugar de refugiarse en la soberbia de cargar la culpa en otros. Quizás sea porque aprendieron que una Nación es merecedora de respeto cuando logra demostrar ante sus pares que su estabilidad y seguridad jurídica excede holgadamente los cuatro años posteriores a una contienda electoral o los vaivenes propios de un mundo cada vez más globalizado.Por ejemplo, ante la flamante reelección de la canciller alemana Angela Merkel podríamos preguntarnos cuánto de ello se debe al reconocimiento de sus conciudadanos sobre el nivel de vida que habían alcanzado previo a la recesión más profunda que atraviesa aquel país desde la posguerra, y la convicción de que -aún así- esa mujer es la única capitana idónea para capear el temporal.Alemania, un país destruido por dos guerras mundiales -en el que toda expresión de defensa o revancha hacia los viejos tiempos del odio es severamente castigada-, es la primera potencia económica europea. No se quedaron en el pasado. Hoy su PBI es 12,8 veces superior al de Argentina, que -sin más guerra que la de su propia torpeza- debería sumar el PBI de Brasil, España y México para alcanzar el nivel de los germanos.Merkel, considerada la "mujer más poderosa del mundo" por cuarto año consecutivo, según la revista Forbes, tuvo la humildad de comprender que el país la reeligió por sobre las estructuras partidarias reconociendo querer poner fin a la coalición que hasta entonces la había acompañado: "Quiero ser la canciller de todos los alemanes para mejorar la situación de nuestro país", sostuvo la mujer que defendió las reglas y principios de su país por sobre los cantos de sirena que le aconsejaban cambiar de rumbo. En la crisis se refugió en sus conocimientos, en sus principios y en el apego a las normas vigentes. (1)
La anomia
Durkheim sostenía la necesidad del hombre de tener normas advirtiendo la conmoción que producía la anomia. Apréciese sino como el conductor que circula de noche por una ruta imperceptiblemente reduce la velocidad cuando desaparecen las franjas laterales que indican los bordes de la calzada.El niño incapaz de colorear dentro de una figura en el jardín de infantes, emite una señal de alerta que merece ser objeto de adecuada atención. El reo que aprecia la torre de control se siente vigilado aunque no pueda distinguir el guardia en ella. En las rutas de España se colocan estratégicamente figuras de cartón que simulan patrulleros aprovechando la imposibilidad de los conductores de distinguir a la distancia si se trata de una patrulla real. No se trata de casualidades. Nuestro cerebro funciona con límites y del mismo modo toda sociedad -por particular que pretenda reputarse- requiere indefectiblemente sujetarse a un conjunto de normas que regulen la vida de sus integrantes.Paradójicamente a la hora de encontrar cuales son hoy las normas rectoras de nuestro camino como sociedad las respuestas aparecen esquivas. Probablemente porque la falta de un proyecto común susceptible de encolumnar la mayor cantidad de voluntades, nos encuentra actuando en un escenario con una obra carente de título, guión y en busca del director adecuado. Desaforadas y extemporáneas pretensiones fundadas en intereses exclusivamente personales se estrellan contra la indiferencia de la mayoría y sólo son recogidas por el tibio paño de la obsecuencia. El valor de la palabra se desintegra tras el anuncio de programas y planes que en ocasiones resultan tan inasibles para el ciudadano común como el aire por el que se difundieron. En ocasiones, no por mala intención, sino por omitir considerar si realmente eran viables y si los intérpretes disponían de los instrumentos necesarios para ejecutarlos. En otras porque el inflamado discurso del balcón se despedaza en la inmediata e íntima confidencia posterior sobre la imposibilidad de su aplicación.Se polemiza sobre las consecuencias: la desaparición de la militancia política o la falta de participación ciudadana, sin advertir que el problema radica en la causa: esto es, la imposibilidad absoluta de generar la masiva adhesión de los ciudadanos que pretenden ser reconocidos como algo más que el portador de una boleta electoral cada cuatro años.Que quiere ser conquistado con ideas y no con mandatos, con realizaciones y no con anuncios, con legalidad y no por caprichos y -finalmente-, con un manejo claro de las cuentas públicas de modo que las leyes de la matemática pública sean iguales a las que él aplica en la actividad privada.Los desencuentros conspiran severamente contra nuestros intereses como sociedad colaborando a disgregarnos algunas veces entre pares, otras entre administradores y administrados. Y es lógico que así ocurra. Cuando el rumbo se pierde el mar se presenta idéntico a nuestro alrededor. Cuando los ciudadanos advierten desigualdades, difícilmente se presten a ser mansos corderos de las decisiones de turno. Por el contrario, incrementarán sus precauciones para evitar ser avasallados por el príncipe de turno.Aún así, hay que tener cuidado porque el escenario del disconformismo extremo acarrea un peligro mayor: la elección por bronca -el voto castigo-, sin importar si existe un proyecto alternativo coherente. Afloran entonces los apetitos voraces de quienes desempolvan el espejo complaciente que les devuelve una imagen de salvadores de nuestros destinos.Pero ese espejo hecho a medida omite reflejarle su falta de preparación para los nuevos desafíos de gobernar, recordarle sus anteriores fracasos o bien que necesitarán un número de aliados tan alto como inversamente proporcional al tiempo que permanecerán juntos. Por último, tampoco le muestra que hay miles de ciudadanos que recordamos haber escuchado esa canción y por cierto, bailado bastante con ella.El individualismo, manifestado en la falta de participación y en el desinterés por el adecuado ejercicio de nuestros derechos colectivos y particulares no hace más que armar un tibio colchón para la siesta del pensamiento, sin que prestemos atención a quienes perversamente pretende que la misma sea eterna. Mantenernos despiertos posiblemente sea en este momento nuestro mayor desafío como ciudadanos. (Continuará)* Abogado -Villa Paranacito
Fuente. Diario Clarín e Infobae (Arg.) y El País (España)
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