LA DRÁSTICA DECISIÓN QUE TOMARON JUNTOS
Ella era la hija de dueño de la estancia, él era el hijo del puestero y por amor desafiaron a todos
Kate y Fidel se conocieron cuando eran niños en el campo de La Pampa de los padres de ella. Allí trabajaban los padres de él. Cuando fueron jóvenes se enamoraron. Enfrentados con sus familias, los dos tomaron una drástica decisión
Esta historia resulta incómoda de contar. Y fue incómoda de vivir, sobre todo al comienzo. Habla de la capacidad del amor para traspasar barreras sociales y, también, de la tenacidad de sus protagonistas para enfrentar esas fronteras no dibujadas en ningún mapa.
El nacimiento del amor ocurrió hace más de tres décadas en la provincia de La Pampa en una estancia, cuyos dueños de orígenes ingleses, Nancy y Peter, vivían gran parte del año, con sus tres hijas: Mary, Dolores y Kate.
Veranos de infancia
Kate, la menor, había nacido casi al mismo tiempo que Fidel, el hijo de los puesteros del campo. Cada temporada de vacaciones, verano e invierno, terminaban corriendo por los potreros, jugando a la escondidas en el galpón entre las bolsas de cereales, en el corral de los caballos, sentados sobre los pinchudos fardos de alfalfa con cartas de truco o patinando sobre el barro del camino de entrada para matar el tiempo.
“Tomábamos leche recién ordeñada. Andábamos siempre en patas, trepados a los árboles, y a la hora del almuerzo, cuando tocaban la campana de bronce que colgaba en la galería de la casa principal volvíamos corriendo, cada uno a su comedor. Él con sus padres y su hermanita; yo a la mesa impecable con mantel de lino blanco y servilletas de género que mamá insistía en usar. Me sentaba sucia por mis andanadas, con las uñas llenas de barro, hasta que algún mayor reparaba en mí y me mandaban al baño a limpiarlas con un cepillito. Fueron años de libertad absoluta, nadie nos controlaba y teníamos cero comprensión de las diferencias sociales que podían haber entre nosotros. A mí nada me importaba y a él tampoco”, cuenta hoy Kate desde sus 36 años.
Pero llegada la adolescencia las cosas cambiaron.
Kate y Fidel se conocían desde niños, y cada vez pasaban más tiempo juntos, lo que preocupaba a sus familias (Getty)
El dolor de crecer
Pasaron los años y a Kate, que vivía en la gran ciudad, le crecieron las lolas. Se indispuso, empezó a jugar al tenis en el club y comenzó a salir a fiestas de 15. Fidel era larguirucho, se había vuelto un chico más retraído, y en sus patas de alambre todavía no asomaban los pelos.
“Pero Fidel era Fidel. Era como mi hermano del campo. El único varón con el que me relacionaba libremente sin pensar si le gustaba lo que yo tenía puesto. Todas mis amigas del colegio sabían quién era Fidel y algunas hasta lo conocían porque habían venido a veranear conmigo. A los 15 a mí ya se me había despertado el deseo con algunos chicos, pero con él podía ser la misma de siempre, sin pintura ni ropa especial. Pero al mismo tiempo que yo sentía todo con esa naturalidad, los grandes en mi casa comenzaron a preguntar a dónde íbamos, qué hacía todo el día con Fidel, que pin que pan… El control que apareció fue paulatino y me sorprendió un poco, pero lo terminé aceptando. Por otro lado, era cierto que yo sentía que con mi vida actual tenía menos para compartir con él. No podía contarle lo que me pasaba en Buenos Aires, él no conocía la ciudad, ni hacía deportes. Yo avanzaba en el colegio y él estaba atrasado dos años en la escuela rural… ¡Qué sé yo! Era como que estábamos creciendo distinto y eso me generaba algo que no sé describir. Podría decirte que era pena o tristeza. Pero apenas volvía a Buenos Aires mi vida volvía a explotar y me olvidaba de ese sentimiento”.
Un día, Kate y Fidel se escaparon al campo y él le dio el primer beso (Crédito: gettyimages)
La sorpresa de la transformación
“Fue el verano en que yo había cumplido 18, donde la cosa pasó a mayores. Yo ya había tenido un novio durante unos cuatro o cinco meses. Había sido un desastre la relación y me había quedado un pésimo recuerdo. El tipo resultó ser un mujeriego, medio chanta. Me había sentido estafada por él. Mis amigas tenían novios mejores, más compañeros. Bueno, lo cierto es que ese verano andaba con el corazón vulnerable. Una noche, de aburridos no más, con Fidel salimos a caminar por el campo como cuando éramos más chicos. Todos andaban por ahí, pero nadie nos vio irnos. Fue una caminata, por el larguísimo camino de entrada de la estancia, entre los enormes eucaliptos y las huellas de los autos. Si bien llevábamos linternas, íbamos en la oscuridad aprovechando la luz de la noche estrellada y de la gran luna que era como un farol. ¡Creo que fue ese especial clima nocturno lo que nos hizo ir a caminar! Esta vez a Fidel lo había encontrado alto, grandote, con las piernas peludas y la voz super gruesa. Me atrajo. Me acuerdo que bromeé y le dije que parecía un viejo… Él, callado como siempre, solo me agarró de la mano en la mitad del camino. Cantamos zambas, me contó de unos robos de hacienda que habían ocurrido en el invierno y yo de las materias que tendría en el primer año de la carrera de veterinaria en la facultad. En un momento de bromas quise enseñarle un trabalenguas y nos empezamos a reír como locos porque no le salía… En un momento él me alumbró la cara con la linterna. Yo lo empujé para que me sacara la luz de la cara y mientras estaba encandilada todavía, me dió un beso. Lo abracé y nos tiramos en el pasto. ¡Para qué seguir contando!”, se ríe Kate de sus propios recuerdos.
No hubo cuidados de ningún tipo. Los dos eran vírgenes. Fue el verano del amor total, pero no sin conflictos.
Porque si bien esa noche no se enteró nadie de la caminata amorosa, las siguientes veces que quisieron hacer lo mismo no fue tan fácil.
Nancy le advirtió a su hija Kate que Fidel tenía otro estilo de vida y otro nivel cultural, y que además, sus padres eran empleados de su familia (Getty images)
Nancy, preocupada porque los notó peligrosamente cercanos, intentó hablar con Kate para hacerla entrar en razón. Le dijo que tenían vidas distintas con un diferente nivel cultural, que sus padres eran empleados de ellos desde siempre y que cualquier tontería podía enturbiar la relación. Además, ¿qué futuro le podría dar Fidel que todavía no había terminado ni quinto año? Siguió enumerando: a ella le gustaba leer, ir al teatro, hacer deporte y viajar. Fidel no podría pagar nada de eso y jamás leía nada de nada. “Lo que me decía tenía sentido. Eran frases disuasorias típicas de cualquier madre que pretende para su hija un marido brillante, exitoso, triunfador, que trabaje en una súper empresa o que sea un gran profesional”, reconoce Kate. Lo cierto es que Fidel y su familia no tenían ni casa propia y el joven seguía pedaleando el secundario sin demasiada energía.
Kate supo que no podía llorar en público. Después de todo, los ingleses tienen eso de que se la bancan, pensaba. Pero en su cuarto, escondida debajo de las sábanas, suspiraba entre lágrimas porque no veía la salida a sus pasiones y deseos. Ni a sus hermanas, que andaban en historias mucho más convencionales, se animó a contarles nada. ¿¡Cómo les iba a decir que tenía relaciones sexuales y que se había enamorado de Fidel el hijo de los puesteros!?
Kate se alejó hacia Buenos Aires, donde comenzó a estudiar veterinaria (Crédito: gettyimages)
Intento de olvidar
La primera batalla la ganó la familia. Kate volvió a Buenos Aires, y comenzó primer año de veterinaria. Soñaba con vivir en el campo. Y, por supuesto, se volvió a enamorar. Esta vez fue de un amigo de una compañera de la universidad.
Pero no elegía bien. Tampoco este resultó un gran candidato. No era un futuro empresario ni un gran intelectual ni tampoco un buen compañero.
“Leandro había dado la vuelta al mundo como mochilero, lo que le daba una pátina de cultura para que todos los aceptaran más… pero la verdad es que se pasaba la vida fumando porro. A mí me había gustado su aparente tranquilidad y su pasión por la naturaleza. Pero no anclaba en nada, era como que flotaba por su existencia. Parecía un pacífico gurú, pero resultó que esa calma artificial camuflaba su gran vagancia. Tampoco se hacía cargo de mantener una relación. Enseguida mostró la hilacha: lo pesqué in fraganti en varias mentiras. Lo que más me shockeó fue que me había estado engañando con que estudiaba sociología… ¡Pero el tipo no hacía nada! Unas amigas me dijeron que habían escuchado que lo de la carrera de él era un cuento chino. Lo enfrenté ese mismo día. El caradura me dijo que había dejado de ir a cursar porque no le gustaba la carrera y que quería estudiar otra cosa. ¡Yo era la novia y no me lo había contado! Además, empecé a sospechar de una amiga de él, sentía que coqueteaba con ella. Me dolió el alma la desilusión, pero no tuve piedad. Si a los seis meses ya me engañaba con todo ¿¡qué sería después!? Siempre tuve carácter, decidí cortar la relación. Lo increíble fue que por él no lloré ni una sola vez. Ese mismo fin de semana pedí el auto prestado en mi casa, lo compartía con mi hermana, la que todavía vivía con la familia, y me fui a La Pampa”.
Lo único que Kate quería realmente era refugiarse en los brazos de Fidel. Ya tenían 21 años y se habían seguido viendo ocasionalmente cada varios meses, pero con más distancia física y emocional.
Cuando llegó a la estancia lo encontró ahí, como siempre, con su mirada mansa y orgullosa. La recibió con una sonrisa y estuvo dispuesto a conversar de ellos. “Él también había andado con una chica del pueblo que trabajaba como maestra, pero hacía poco habían dejado de verse. Me dijo que no se había enamorado como le había pasado conmigo”, relata Kate.
Animarse a dar el paso
El reencuentro fue apasionante y movilizador. Por primera vez se sentaron mate de por medio, solos, para hablar a fondo del problema que tenían: la diferencia social que los mantenía alejados. Por suerte, Fidel ya había aprobado quinto año y se había puesto a trabajar en el campo para ayudar a su padre y, también, colaboraba con unos consignatarios de hacienda. Hablaron de la resistencia que habría en la familia de Kate y de las discusiones por el mismo tema que ya habían surgido en la de Fidel. Los padres de Fidel también hablaban de diferencias sociales, de la forma de vida que él no podría darle a ella, que Kate estaba acostumbrada a otra forma de manejarse, que todo esto podría arruinar la relación de las familias y que ellos vivían de su sueldo en la estancia. En definitiva, opinaban, sin decirlo, que él era demasiado poco para ella.
Las olas que levantaría una decisión de pareja serían altas para ambas orillas.
Esa noche, y las que siguieron, fantasearon con que ella podría vivir en el campo, él ocuparse de lo mismo que hacía su padre y seguir con la compra y venta de hacienda. Kate le aseguró que ella amaba la tranquilidad de la vida rural, que no quería vivir en la ciudad y que no tenía grandes ambiciones económicas. Pero estuvieron de acuerdo que de algo tenían que vivir y si tenían hijos habría que mantenerlos y educarlos. Para eso necesitaban conseguir una economía estable.
Mientras Kate estudiaba en la ciudad, Fidel ayudaba a su padre en las tareas del campo y terminaba la escuela secundaria
“No me preocupaba tanto la diferencia cultural. Era evidente y notoria, pero yo me la bancaba. A Fidel, en cambio, le generaba inseguridad. Lo más difícil, pensé, sería integrar a los grupos de amigos. Cualquier comentario podía ser hiriente o molesto para él o hacerlo sentir fuera de todo. Entre mis amigos había algunos muy leídos y viajados… Fidel no iba a poder meter ni un bocadillo en una charla. No se lo dije porque eso lo iba a tirar para atrás. Fidel era simple, alegre, cero complicado. Eso era lo que más me enamoraba de él. Pero también por su propia naturaleza y autopreservación, evitaba meterse en líos. Y yo era un gran lío para su familia. Tuve que convencerlo de que sería yo la que iba a hablar con mis viejos y con los suyos, que teníamos el derecho a probar estar juntos y a formar una familia distinta a la que todos esperaban”.
Quedó decidido. Darían el paso. Se pondrían de novios. Para las dos familias, la revelación de que habían reanudado la historia formalmente, fue como una bomba.
Nancy y Peter se pusieron en guardia. Le recriminaron que fuera ella la que siempre daba que hablar y traía problemas en su casa. Ella les respondió que enamorarse no era un problema. Ellos le dijeron que depende de quién, podía serlo y que su accionar era inmaduro y que podía lastimar no solo a Fidel sino a toda la familia de él. Su madre habló de ruptura de códigos y que de eso no solían salir cosas buenas.
Varias semanas después, cuando los ánimos se habían calmado un poco, Kate les anunció que se mudaba al campo y que abandonaba la facultad. Otra marejada de reproches que la dejó paralizada. Fue su padre quien, esta vez, tomó la palabra. Dijo que era una inconsciente por abandonar una carrera como veterinaria. No estudiar era una completa irresponsabilidad cuando se tenía la posibilidad. ¡No todos podían hacerlo! Le dejó claro: ella era una privilegiada, era de ignorante no aprovechar la oportunidad.
Por su parte, la familia de Fidel estaba azorada. Los padres y su hermana menor, Rosita, contemplaban a la distancia el incendio, enmudecidos. No se animaban ni a abrir la boca.
Kate estaba resuelta, solo pedía que la dejaran instalarse en el campo. Ellos no se negaron, pero se mostraron en total desacuerdo.
Kate y Fidel no dudaron: apostaron por su amor y por formar una familia y se quedaron a vivir en el campo (Crédito: gettyimages)
“No los escuché más. No me iban a convencer. Me fui y me instalé en la casa. Sabía perfectamente que mis viejos me consideraban la oveja negra de la familia. Capaz que lo era. Era distinta al resto, siempre lo había sido. Tenía miedo de que mis padres se arrepintieran y me dijeran que tenía que irme de ahí. Pero no ocurrió. Fueron prudentes y solo esperaron a que se me pasara el arrebato. Pero eso no pasó. Mi noviazgo siguió, se consolidó y empecé a colaborar con los animales en el campo y con lo que había aprendido en mis estudios. No me acuerdo cuánto tiempo después empecé a insinuarle a mis viejos que quería construir una casita para vivir con Fidel detrás de la de ellos. Mientras tanto, yo seguía en la casa principal y Fidel dormía con sus padres. Jamás atravesamos ese límite implícito que era que Fidel se viniera a vivir a la casa de mis padres”, recuerda Kate.
Nancy y Peter la vieron tan decidida que consintieron, siempre y cuando fuera la pareja la que pagara la nueva construcción. Demoraron como dos años.
“La casita la hicimos con dos pesos, un poco nosotros y otro poco con ayuda de los primos de Fidel. Quedó amorosa. Dos cuartos y un living cocina integrado. Nos mudamos juntos cuando teníamos 24 años y yo ya estaba embarazada de 3 meses. No se lo habíamos, todavía, comunicado a nadie. Te soy franca: no extrañaba nada de mi vida anterior. Viviendo en el campo el miedo de integrar a los amigos quedó en la nada. Los veía poco y cuando venían era a mi casita con Fidel y todo era bastante normal”, cuenta.
Fidel trabajaba con ganas y entre los dos lograron crecer. Nació Isabel y en los años que siguieron se sumaron a la familia Marcos y Matías. La casita les quedó chica y sus padres los ayudaron a ampliarla.
Ya adoraban a sus nietos.
Finalmente, los padres de Kate aceptaron la relación. Con la llegada del primer nieto, las cosas se aflojaron bastante (Crédito: gettyimages)
¿Adiós prejuicios?
“Papá finalmente aceptó a Fidel más que mamá que siempre se mostraba un poco más de prejuiciosa. Cuando venía gente que ella consideraba importante a comer me pedía que le enseñara cómo se agarran los cubiertos y modales. El día que nos casamos por civil estaba muy preocupada por lo que se iba a poner. O cuando vinieron de visita los suegros de mi hermana al campo por unos días, preguntaba cómo presentarles a mis suegros… ¿era conveniente juntarlos a todos? Era raro porque eran mis suegros, pero también eran sus empleados. Esos eran sus problemas. Definitivamente, a mamá le costó muchísimo más, estaba más encorsetada en sus reglas y costumbres. Pero con los nietos las cosas se aflojaron un montón. Terminaron aceptando a Fidel y fue como que se fueron olvidando de sus primeros miedos. Empezaron a tomarse las cosas con más risa y menos seriedad. ¡Maduraron! Todavía a mi vieja se le escapa alguna inconveniencia, pero yo me hago la distraída. No me gusta confrontar. Elegí esta vida porque me da paz y no voy a dejar que una boludez de ella sin mala intención me la arruine. Cada uno que se haga cargo de lo propio. De lo único que me arrepiento, si tengo que reconocerte algo, es de haber dejado veterinaria. ¡Me encantaba mi carrera y me hubiese venido muy bien tener el título! Pero quedarme en Buenos Aires hubiese sido dejar a Fidel un par de años más. No estaba dispuesta a pagar ese precio. Él no va a hablar, no le gusta. Sabe que estoy contando nuestra historia, aunque antes tuve que asegurarle que nadie lo va a reconocer. Es una lindísima historia de amor ¡cómo no voy a contarla! Hasta hoy seguimos juntos y contentos. Con lo bueno y lo malo que tienen todas las parejas, pero nos queremos. Mis tres hijos ya están en la primaria. Lo que sí tenemos claro con Fidel es que intentaremos que ellos sí estudien una carrera. Nos damos cuenta de la importancia de hacerlo, queremos que ellos puedan progresar. Además, no sabemos si este campo seguirá dando para que vivamos todos porque mis hermanas tienen maridos e hijos también y la familia es muy grande. En algún momento ya mis padres no estarán y esta tierra tendremos que dividirla y venderla. Falta, pero soy consciente que algún día eso llegará y quiero que nuestros hijos sean económicamente independientes”.
Hace unos meses murió de cáncer la madre de Fidel. Kate confiesa que con su suegra la relación no fue tan fluida. Hubo varios encontronazos relacionados con la crianza de los nietos, pero no quiere contar nada más al respecto.
Kate y Fidel, como muchas otras parejas, se animaron a desafiar prejuicios para, parafraseando al escritor inglés Julian Barnes, vivir la “única historia”.
La de amor, la de ellos, la que lleva su sello.
Y, hasta ahora, no se han arrepentido. (Infobae)