OPINIÓN
El tiempo pasa
Lo hubiera esperado de cualquiera, pero no de él. No de él. Yo sé que llega un momento en que la infancia no es otra cosa que un entretejido de recuerdos armados con retazos de olvidos y memorias fabricadas con ausencias y ansiedades. Sé de las promesas inútiles y los pactos sin sentido. Pero, qué sería de la infancia sin ellos, sin la ilusión de una amistad eterna, de una perenne fidelidad, de la complicidad perpetua.
Sentados en el cordón de una vereda de tierra pasábamos las interminables horas de la siesta mirando el sol recorrer los techos de zinc, adivinando el próximo salto de un gato perezoso o soñando el ingenuo sueño de los inmortales. Recorríamos kilómetros de vías muertas con los brazos en cruz desafiando una desconocida ley de gravedad que se empeñaba en tirarnos a un costado y sólo cuando la tibia oscuridad del crepúsculo nos señalaba los senderos paralelos color plata, regresábamos riendo y mostrándole nuestras muelas a la luna.
Él me dio la primera cosa de valor que acuñé en mi cajón de cosas inútiles: una tapita de cerveza aplastada de un solo martillazo y con su corcho interior indemne exhibiéndose impúdicamente como una perla en una concha de nácar. Yo a cambio le di -cómo olvidarlo- la “difícil” de mi colección de figuritas Payaso: el dibujo en primer plano de un grotesco payaso de cabellos rojos y ojeras azuladas. Patético y siniestro, como todo payaso. Fue la única vez que lo vi llorar. En silencio. Sin estridencias. Como lloran los que no tienen vergüenza de llorar. Como sólo a él lo vi hacerlo y que tal vez quisiera poder imitar ahora; pero mis pocas agallas, mi dolor, mi bronca, no me lo permiten.
Dejamos de vernos cuando me fui a la ciudad para ingresar a la secundaria y él se tuvo que quedar allá, en la chacra de sus padres, trabajando como un hombre en lugar de vivir como un niño. No supe nada más de él hasta hoy. Hasta esta mañana, mejor dicho, cuando alguien me dijo dónde estaba. No sé si acaso no debía haberme dicho algo después de tanto tiempo de no saber nada uno del otro. No sé qué. Una llamada. Un aviso. Algo. Pero no, no dijo nada. No me dijo nada. Solamente se murió. No sé de qué ni eso interesa, pero el verlo tieso, demacrado, gris, en esa absurda caja de madera me recordó las inútiles cosas que yo guardaba en otra caja; me recordó la mueca del payaso y, quizás lo que más me dolió, me recordó que ya no éramos más inmortales.