CRÍTICA TEATRAL
El loco, la camisa y los espejos
La historia del arte nos cuenta que el teatro nació a partir de la necesidad de comunicación entre las personas. Un grupo de actores y actrices representando situaciones –reales o ficticias, eso poco importa- en las cuales, de algún modo, el espectador es partícipe.
Por Luis Castillo
Desde la atención, el silencio o la participación activa, no existen el uno sin el otro. Los artistas, el público y, como hilo conductor, un texto. Esos textos primigenios representados se denominaron: tragedias. Tuvieron que pasar varios siglos para que apareciera lo que algunos mencionan como antítesis y otros como solo una contracara de la tragedia: la comedia.
Ese pequeño universo que se representa sobre un escenario no es otra cosa que un espejo. Un espejo en donde se reflejan nuestras virtudes y nuestras bajezas, los logros y los fracasos, la belleza y el espanto. Y cada una de esas imágenes que nos devuelve el espejo semicircular de un escenario puede provocarnos risa o llanto. Las dos caras del teatro. O ambas. Si una representación no nos conmueve, no nos trasforma, debemos, mínimamente, preguntarnos si eso se debe al texto, a quienes lo representan o a nosotros mismos. Y es que, lo que refleja, no suele ser culpa del espejo.
Los niños, los locos y los borrachos, se asegura, siempre dicen la verdad. La niñez es inevitable, la ebriedad no, pero, ¿y la locura? ¿Quiénes son los locos? ¿A quiénes llamamos locos? En los tres casos, el factor común es la ausencia de lo que llamamos freno inhibitorio. Lo que no debe decirse. Lo que no está bien decir. Lo que socialmente, de uno u otro modo, nos perjudica o puede llegar a hacerlo. Por eso la locura es peligrosa; no para el loco, claro, sino para quienes sienten temor de ver caer el castillo de naipes sobre el que se sustenta su cordura. Un castillo que puede tomar el nombre de hipocresía, de simulación, de engaño. De autoengaño. Los niños no saben de estas cosas, a los borrachos no les importa. Por eso al que no es ni uno ni otro solo atinamos a llamarle loco.
En esta obra de teatro –El loco y la camisa- todos, de uno u otro modo, son víctimas. Y a una sociedad, aunque sea tan pequeña como el universo de ese escenario, alguien tiene que venir a salvarla. Para eso surgen los héroes. Aunque a veces, como en este caso (y tantos otros) sea solo un héroe de ficción, de esos que son exitosos solo en mundos ficticios, pero no en este, en el que la mugre se intenta esconder –ingenuamente- debajo de la alfombra. Estas sociedades necesitan héroes que, sin embargo, deben ocultar su rostro con una máscara para que esa misma sociedad que los precisa no los destruya.
Los actores y actrices que están representando El loco y la camisa en nuestro teatro logran generar el clima perfecto en el que, sin darnos cuenta, van colocando, trozo a trozo, un espejo en donde podemos expectarnos como sociedad. Y en ese espejo podemos vernos haciendo morisquetas, sacando la lengua, acomodándonos el pelo y la ropa creyendo que nadie nos ve. Podemos reírnos de nosotros mismos o acariciarnos con una mirada de conmiseración, total estamos solos. Solos frente al espejo.
El texto es tan grande y la actuación tan ajustada que hasta nos hacen creer que eso que pasa arriba del escenario está pasando arriba del escenario y no dentro nuestro. Que nos reímos de ellos y sus miserias y no de las nuestras. Que eso que vemos en el teatro es teatro y no la vida misma.
Y uno abandona la sala pensativo, satisfecho, pero en algunas ocasiones, como en esta, preguntándose cuál de las dos caras nos ayudará a sentirnos mejor en esta fría noche de invierno.