El juego de las siete diferencias
En primer lugar, esa marea humana parecía haber concurrido por propia voluntad. Para asegurarse un lugar, muchos pasaron la noche ahí, soportando 15 grados bajo cero. No se veían sobre el Potomac largas filas de colectivos, ni choripanes, ni tretrabrick. Menos aún, punteros tomando lista o pagando los viáticos. Al contrario, muchos abonaron su entrada. Tampoco se veían patotas violentas avanzando a empujones para ocupar los mejores lugares. Ni pancartas que le impidieran al orador, ver a su público.
Los diálogos captados por los movileros transparentaban la emoción de ancianos que toda su vida habían soñado esa jornada. Tampoco vimos funcionarios peleándose entre ellos con señas o amenazas a la vista del público y de las cámaras. A los de allá les llamó la atención la demora de 5 minutos en la jura. A nosotros…tanta puntualidad.
Nos impactó ver al presidente entrante llegar junto al saliente, con quien había compartido el desayuno y un diálogo amable. Y que le brindara un reconocimiento en las primeras palabras de su discurso. (En el resto, no). Y que finalmente lo acompañara con su esposa hasta el helicóptero, aeronave que allá no connota vergüenza. Además de Bush, estaban los Presidentes anteriores, que fueron respetados por el público. No pudimos dejar de contrastar esas escenas con la del Presidente Kirchner haciendo gestos groseros para ridiculizar a Menem (a quien antes aplaudió por 10 años). Entre los restantes, sólo Alfonsín últimamente, recibe alguna consideración. De los vicepresidentes nadie se acuerda; al actual se lo ignora por anticipado.
Obama también desoyó un consejo de sus custodios y caminó un trecho por la calle. Pero no sobreactuó ni se tiró con imprudencia sobre la gente.
OTRAS IDEAS, OTRAS COSTUMBRES.
Hay otras diferencias: ellos no invitan a dignatarios extranjeros, aunque sí, a artistas populares. Los ministros no juran en ese mismo acto y al Presidente no se le entrega banda ni bastón. Aunque recibe en forma reservada, un atributo del poder no tan simbólico: la valija nuclear.
Analizando la campaña previa, también encontramos diferencias sustanciales. Obama, hasta hace poco un desconocido, tuvo que cumplir una larga y dificultosa lucha interna contra su rival Hillary Clinton, con infinidad de discursos, debates y conferencias de prensa. Acá el partido gobernante en veintiun años no ha hecho una interna presidencial y la tendencia no es la más recomendable: a la actual Presidenta la ungió candidata su marido.
Otro aspecto que contrasta es el de las reglas electorales. Allá son las mismas –salvo reformas menores- desde hace dos siglos. Acá, para cada elección, el gobierno de turno dicta las reglas que le convienen a su partido o candidatos de su preferencia y hasta juntan su elección interna con la general. Y nadie parece molestarse. Acá, algunos presidentes asumen en mayo, otros en octubre o diciembre y no faltó quien lo hiciera en enero. Las fechas de las elecciones se deciden según el mapa político del momento y el panorama en las provincias. Allá, desde tiempo inmemorial, al Presidente se lo elige el primer martes de noviembre y asume el 20 de enero subsiguiente. Ellos votan con urnas electrónicas; acá no se puede: obstaculizaría el robo de boletas y otras maniobras de los punteros.
El discurso de Obama no dio la impresión de haber sido aprendido de memoria, aunque obviamente, no se trató de una improvisación. Fue preparado por Jon Favreau, un joven de 27 años, sobre la base de los conceptos planteados en la larga campaña. Reiteradamente destacó las ideas y el ejemplo de los Padres Fundadores. Acá casi nadie se acuerda de nuestros Padres Fundadores y menos de sus ideas: hasta van siendo erradicados de la educación.
Puso el acento en las palabras deberes, esfuerzo, sacrificio, bien común e imperio de la Ley. Fue un discurso para unir, a diferencia de los habituales por estos pagos, intencionados a desunir y enfrentar.
UNA REFLEXION
Algunos pensarán que no es válida la comparación, por cuanto somos pueblos con diferente idiosincrasia, instituciones, costumbres y modo de vivir. En parte es cierto aunque, por creernos perfectos, hemos tendido a resaltar los defectos de ellos para encubrir los nuestros.
Pero nuestro problema de fondo es la siguiente incoherencia. Mientras los imitamos en lo positivo: vigencia de la constitución, acatamiento a la ley, respeto del derecho de propiedad, independencia de los poderes, la democracia republicana y fundamentalmente ¡el federalismo! éramos su equivalente en el sur y se nos respetaba en el mundo.
Pero un día empezamos a copiar a la inversa. Infectamos el basamento institucional, al mismo tiempo que asimilábamos sin resistencia la invasión cultural que nos dejaría sin identidad. Nuestra mentalidad de plástico hoy nos lleva a clasificarnos en out, in, fashion o demodé. Los flogger se agarran a trompadas con los punk y todos juntos olvidaron a Patoruzú, desplazado por Batman o Superman. Desde la cultura oficial ahora le encuentran defectos al Martín Fierro; Molina Campos desapareció de las remeras, ahora todas yeah yeah. Cambiamos hasta la comida: la sopa y el puchero salieron de la oferta gastronómica, corridos por el supermac y la cajita feliz.
Pese a esta contradicción modernista, nos resistimos a imitar lo bueno de los del norte. Pues bien: tenemos ejemplos cercanos acá en el sur, como Chile o Brasil que supieron armonizar la relación con EEUU sin declinar su soberanía y proyecto nacional. Pero no: la Señora moría por la foto con Fidel y se derrite ante Chávez. He ahí nuestros nuevos modelos.
Mientras sigamos en ese rumbo, no cabe esperar que aquí la gente vuelva espontánea, a vivir en plenitud, jornadas de fervor cívico.
Talvez estemos necesitando un Obama argentino que nos reinstale en la realidad, que nos reconcilie con nuestros padres fundadores y nos ayude a recuperar la identidad nacional perdida.
Hasta el domingo. Si Dios quiere.
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