El imperio de la Ley
Hoy se ha impuesto la forma representativa. En nuestro país, desde la reforma de 1994, diputados y senadores reciben, por voto popular, el mandato para la función de legislar. Pero no en forma discrecional: las leyes deben ajustarse a la Constitución, que es el acuerdo básico bajo el cual nuestros pueblos resolvieron unirse en una república federal. La Ley es obligatoria tanto para los gobernantes como los gobernados, ya que todos, por el sólo hecho de vivir en el Estado así constituido, se han sometido a ella. A eso se denomina Estado de Derecho, para distinguirlo de los estados autoritarios en que las reglas las impone uno sólo, o una minoría no representativa.
Al constituir el Estado con sus elementos: la población asentada en un territorio sobre el que se ejerce soberanía bajo un orden jurídico, todos hemos cedido algo de nuestra libertad originaria para asegurarnos una convivencia organizada. Sin ello, no habría orden ni justicia, e imperaría la ley del más fuerte.
Cicerón lo definió magistralmente hace 2000 años, con la famosa paradoja: “somos siervos de la ley, a fin de poder ser libres”.
Aunque parezca reñida con la república, la expresión “imperio de la Ley” expresa la supremacía de esas reglas. Este principio central se expresa mejor: gobierno de leyes, no de hombres. ¿Pero acaso no son hombres los que gobiernan? Sí, pero lo que se quiere significar, es que el gobernante debe ceñirse a la Ley, que está por encima de su voluntad. Si así no fuera, la Ley estaría de más.
POR ACÁ NO PASA
Pues bien, todo esto que en teoría se percibe como natural y lógico, difiere con la realidad de nuestro país. No sólo se le ha concedido al P. Ejecutivo la facultad de legislar mediante Decretos de Necesidad y Urgencia, o de asignar recursos en forma distinta de lo que marca la ley de leyes (Presupuesto Nacional); con ello, un funcionario se coloca por encima de la Ley. También recordamos Presidente que se sentía incómodo por la norma que le impedía renovar inmediatamente su mandato e hizo reformar la Constitución, con lo que su voluntad se erigió sobre ella. Por si le faltara algún componente tragicómico, se excusaba diciendo “la Constitución me proscribe” (!) Obviamente, un coro de serviles se encargaba de convalidarlo, pero la verdad es que en países serios, ello eso sería inconcebible.
Esta degradación de Leyes y Constituciones no hace más que acentuar el debilitamiento de su imperio, la pérdida de su autoridad, el necesario acatamiento y por ende, su misma vigencia. Es el fenómeno de la “anomia” muy bien descripto por Julio Majul. Por su no acatamiento, somos una sociedad floja de reglas y por lo tanto, también de orden, previsibilidad y justicia.
Pero no es el único problema; tenemos 27.000 leyes no sistematizadas.
Y con la licenciosa fórmula al bulto: “deróganse todas las anteriores”, no se sabe con certeza cuáles están vigentes. Si a ello le sumamos la cantidad de Decretos Reglamentarios que le hacen decir a la Ley lo que ella no dice, más un fárrago de normas inferiores abstrusas y contradictorias, tenemos un panorama más aproximado del desorden.
OÍDOS PARA UN SOLO LADO
Por otra parte, el modo en que se legisla no es el más adecuado para que la voluntad general vaya de la mano del bien común. Muchas veces, un legislador recibe la presión de un lobby, para que un grupo determinado
sea favorecido con una ley que lo proteja, le asegure ganancias, lo exima de competir, le proporcione mercados cautivos, o un espacio de trabajo profesional. Generalmente ese legislador tiene un oído para esa petición, pero no pone el otro para escuchar al amplio sector que -sin enterarse- deberá soportar las consecuencias. Y ocurre así, porque en estos casos se concentra el beneficio en tanto que se diluye el perjuicio, de modo que unos pocos se movilizan y muchos no tienen oportunidad de ser oídos.
Un ejemplo: hace unos días, la Legislatura de Misiones votó una ley que impide vender la hoja de yerba mate fuera de la Provincia. Seguramente un grupo muy aceitado de molineros obtuvo esa prebenda, a costa de los productores misioneros que perdían mercado y de los molinos correntinos, que se quedaban sin materia prima.
Mancur Olson en su excelente obra Auge y Decadencia de las Naciones describió esos comportamientos y explicó cómo algunas sociedades terminan así ahogando toda iniciativa y limitando su crecimiento.
Entre nosotros, Jorge Bustamante en La república corporativa, hace un repaso de la cantidad increíble de privilegios de todo orden plasmados en nuestras leyes, que nos convirtieron en una sociedad pesada y lenta.
Estos libros fueron escritos hace dos décadas. En ese tiempo, que coincide con el de nuestra recuperación de la democracia, la disfunción así descripta en Argentina no sólo se ha acentuado, sino que se agrava en forma tal, que aniquila la república. En estos últimos años, la red de privilegios corporativos ha seguido creciendo y ahora sin la transparencia de su tamiz legal, subsidios millonarios y cuantiosas asignaciones de recursos ya no pasan por el Congreso ni por el control ciudadano.
También se ha desnaturalizado la representatividad, como lo ha denunciado Alfredo De Angeli. Nuestros representantes mayoritarios, en el poco margen que les ha quedado para su función de legislar, lo hacen bajo el mandato centralizado del grupo gobernante y de espaldas a la Provincia o el pueblo que los eligió.
No será fácil revertir tan grave desviación. Pero hay que comenzar. Se inicia un año de renovación legislativa y sería oportuno que la ciudadanía le exija a los candidatos, el compromiso concreto de que van a ejercer su genuina representación y legislar para el bien común.
Hasta el domingo que viene. Si Dios quiere.
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