CRÓNICAS URBANAS
El conde Hans der Kluge
Los abuelos del ruso habían llegado a Gualeguaychú en los primeros años del siglo pasado después de un breve pero dificultoso paso por Spatzenkutter, en donde se empezaron a dividir las familias a medida que la tierra se hacía más escasa por lo que varios tomaron nuevos rumbos. Los padres del ruso -Ana y Federico- doblaban el lomo de sol a sol en una chacra que habían logrado adquirir a fuerza de sudor y privaciones en una aldea en donde fueron construyendo un hogar en el que poco a poco se fue olvidando el dialecto traído desde el Volga aunque Federico continuaba recibiendo noticias desde Alemania a través de algunas revistas que solían compartirse en la iglesia a la que concurrían fiel a sus tradiciones protestantes. Como en aquellos años las horas eran interminables para los niños que no trabajaban, el ruso Adolfo aprendió, con la ayuda de su abuela materna, a leer el alemán y así pasaba muchas siestas conociendo algunas historias de esa desconocida y nostalgiosa tierra a las que todos en su aldea nombraban sin nombrar en cada comida, cada gesto, cada nota musical escapada de cuidados instrumentos musicales que podían escucharse en los bailes y reuniones familiares o sociales.
A los doce años el ruso Adolfo leía tanto en español como en alemán hasta el punto de agotar la escasa biblioteca del pastor Wagner y, aunque probablemente hubiera podido ser un excelente estudiante, no estaba en la mente ni en la planificación económica de Federico que su hijo fuera otra cosa que un agricultor como él, como su abuelo y quien sabe hasta dónde llegaría el árbol genealógico de cultivadores. Eran los primeros años de la década del '50 y eso de la movilidad social ascendente todavía era ilusión para aquellos que parecía que aun llevaban el olor de los barcos en las ropas.
Con escasos 17 años y una innata sed de superación, el ruso llegó a Gualeguaychú dispuesto a romper con el destino impuesto y con las únicas herramientas de su tesón e inteligencia. Casi nada. Apenas llegó a la terminal de ómnibus se cruzó con una gitana que se ofreció a leerle las manos. La ignoró. Observó un sujeto que se levantó de la mesa del bar y se retiró dejando el diario; se apuró a tomarlo con la esperanza de encontrar algún aviso clasificado que lo entusiasmara. Nada. Lo más interesante que tenían esas páginas en blanco y negro eran una foto en gris y el horóscopo. Volvió a dejar el diario en donde estaba cuando se percató de la mirada poco amable del mozo. Comenzó a recorrer las calles del centro y le llamó la atención un pizarrón colocado en la puerta de una agencia de quiniela en donde anunciaba los probables números ganadores con una certeza tan indiscutible como un dogma. ¿Qué pasa en esta ciudad? —se preguntó el ruso apoyando la mandíbula contra las manos sentado en un banco frente a la catedral— ¿todos esperan acaso un mensaje del más allá para saber qué hacer con sus vidas? Fue entonces cuando recordó a Hans der Kluge.
Con los pocos pesos que había juntado para venir al pueblo se compró un traje de segunda mano de color negro, cambió las alpargatas por unos botines negros de ocasión y se acercó hasta una casita cerca del centro en donde había visto, desde la ventanilla del colectivo que lo trajo al pueblo, un cartel de “Se alquila pieza”. Una amable anciana lo atendió cuando hizo tronar un llamador de hierro y el ruso le presentó su mejor sonrisa adolescente mientras le estrechaba cariñosamente las manos y se presentaba como Hans der Kluge, llegado hace poco tiempo desde Colonia, Alemania y de paso por estas tierras tan alejadas del mundo civilizado. Entremezclando palabras en impecable alemán con otras en español, no le costó mucho convencer a la anciana de alquilarle una pieza, más aún cuando le dijo a qué se dedicaba: leía el futuro. De mostrarle la habitación a suplicarle como al descuido que le dijera qué iba a ser de ella fue cosa de instantes. Nada me daría más placer —dijo el ruso con una sonrisa— pero antes tendría que ir a comer algo, fue un viaje muy largo y estoy famélico. ¡De ninguna manera! Usted es mi invitado, espéreme un ratito que ya le preparo algo para comer. Y si puede ser algo de vino tinto le agradecería, alcanzó a gritar el ruso mientras la anciana corría hacia la cocina.
Después de una opípara cena, se sentaron frente a frente a la mesa del living de la anciana. ¿Qué le gustaría saber? Usted haga las preguntas y yo le daré las respuestas dijo en un tono que inspiraba respeto. La anciana dudó. ¿Qué preguntas podía hacer cuya respuesta no la hiciera temblar? ¿No estaba bien así, en la incertidumbre? ¿Había sido correcta su pretensión? En ese momento el ruso interrumpió sus cavilaciones, tomó las manos de la anciana entre las suyas y mirándola a los ojos como si de su propia madre se tratara, le susurró: no tenga miedo, su vida será larga y feliz, la muerte no la tiene en carpeta por ahora. La anciana lo abrazó y rompió en llanto, a usted me lo mandó Dios, dijo limpiándose los mocos, y dando por terminada la sesión partió raudamente a buscar postre para el maravilloso inquilino.
Ese fue el comienzo del fructífero negocio que día a día enriqueció al ruso Adolfo, el que se negó a creer que solo podía hacer lo que debía hacer. Su fama crecía por horas y llegaba gente de hasta la otra orilla del Uruguay para preguntar y salir maravillado con las certezas del conde. Título nobiliario que se agregó casi sin querer cuando respondió a alguien que le preguntó si su mujer sospecharía lo que el escondía. Uno siempre esconde, había respondido el ruso. El otro escuchó lo que necesitaba escuchar y así Hans se convirtió en conde.
Todos coincidían en lo mismo. Era inefable. Pero, ¿acaso el ruso era realmente un psíquico, un prodigio, un iluminado? No. Definitivamente no. El ruso descubrió en él lo que la ciencia había descubierto no hacía mucho en Hans der Kluge, el caballo alemán que hacía cálculos matemáticos. En una de las revistas venidas del este, Adolfo leyó la historia de este animal que puso en jaque a la ciencia, tanto es así que 13 investigadores estudiaron el fenómeno. El animal no sabía leer ni multiplicar ni restar. No sabía nada. Solo percibía la ansiedad del interlocutor ante la consulta y golpeaba certeramente con su pezuña en el suelo. La respuesta no la tenía el caballo, se la daba —sin saberlo— el interrogador.
De allí que el ruso jamás daba respuestas erradas, había aprendido a contestar lo que los otros querían escuchar. Y él solo hacía su parte.
Un día la amable anciana murió sin terminar la noche y Adolfo consideró que ya era momento de marcharse del pueblo. No volvió a saberse de él. Como toda leyenda urbana, algunos aseguran haberlo visto en un lado, otros en otro y hasta no faltó quien aseguraba que había visto una foto de alguien muy parecido al conde postulándose para gobernador de no sé cuál provincia.