¿ES IMPORTANTE LEER LIBROS?
De Damocles y tartufos
Entre tantas citas maravillosas que pueden extraerse del Quijote hay al menos una que no existe: “Ladran Sancho, señal que cabalgamos”. Del mismo modo, en ninguno de los libros de la saga de Sherlock Holmes éste dice: “Elemental, Watson”. Curioso, ¿no? ¿No?
Por Luis Castillo*
Un libro poco conocido —quizás no sea algo tan descabellado ya que hay tantos libros que tienen, merecidamente o no, esa condición— de un autor igualmente de escasa trascendencia por estas latitudes se titula: Cómo hablar de libros que no se han leído. El nombre del autor: Pierre Bayard.
Bayard es psicoanalista y profesor de literatura francesa en la Universidad de París VIII y su libro comienza así: “Nací en un entorno en que se leía poco, no aprecio en modo alguno esa actividad y, de cualquier modo, tampoco dispongo de tiempo para consagrarme a ella.” Viniendo de un profesor universitario y, más aun, de literatura, cualquier ávido lector se predispone ya a leer una obra planteada desde el sarcasmo. Como mínimo. Este ensayo no busca ser un manual de buenas prácticas lectoras ni explicar técnicas de anticipación que nos permitan conocer —o intuir al menos— si un libro puede o no gustarnos hojeando algunas páginas sino, por el contrario, ocupa sus capítulos en explicar cómo hablar de un libro que uno jamás ha leído. Los títulos de cada una de sus secciones podrían ser, prima facie, ocurrentes y hasta graciosos: Primera parte: Maneras de no leer. Los libros que no se conocen. Los libros que se han hojeado. Los libros de los que se ha oído hablar; la Tercera parte: Conductas que conviene adoptar. No tener vergüenza. Imponer nuestras ideas. Inventar los libros. Hablar de uno mismo.
Ahora bien, esta columna no tiene la intención de ser una crítica de libros ni nada que se le parezca. Mucho menos de una obra que fue publicada hace 12 años (2008). Tampoco pretende sumarse a los ataques —algunos bastante virulentos, sin duda— que recibió de algunos escritores como Rafael Lemus, quien afirma: “hay pocos libros más deplorables que este ensayo. Debajo de su astucia e ironía no se oculta otra cosa que un fácil anti-intelectualismo. Disfrazada de irreverencia predomina la estupidez, un tosco elogio de la estupidez. Ninguna de las frases de este libro promueve la inteligencia; ninguna pretende crear un lector más inteligente.” Y es que, cualquier texto, aunque esté disfrazado de ironía y busque como argumentación la anti-argumentación debería ser al menos leído con cierta capacidad crítica que nos permita aportar lo imprescindible ante cualquier lectura: nuestra mirada. Porque un texto, se conoce, es una construcción de a dos. Una dualidad inseparable entre el autor y el lector, en donde cada uno construye al otro, le da entidad. Le da vida. Roger Chartier, historiador francés especializado en la historia del libro afirma sin ambages: “Contra una visión simplista que supone la servidumbre de los lectores respecto de los mensajes inculcados, se recuerda que la recepción es creación, y el consumo, producción.” En otras palabras, el receptor —el lector— no es pasivo en su tarea lectora, es creador de la misma, la complementa y la completa. Y lector, sabemos, no se nace, se hace.
Decíamos que no era la intención de este texto analizar el libro de Bayard sino utilizarlo como pretexto para reflexionar acerca de lo que pareciera ser —no vamos a seguir insistiendo sobre las verdaderas intenciones del autor— una apología de la simulación, la viveza, la picardía de mostrarnos “cultos” para impresionar de un modo falaz a quienes, de antemano, suponemos inferiores, crédulos e ignorantes. Personajes que llevan la personalidad de Tartufo, diría José Ingenieros. Creo que se hace imprescindible en este momento —para no caer preso de mi propia telaraña— describir brevemente para quienes no lo conozcan y recordarlo junto a los que sí, quién era Tartufo. Tartufo es el nombre de una obra del comediógrafo Moliere y es una feroz crítica a quienes gozan de la más absoluta impunidad mediante el poder, la mentira, las apariencias y la falsa moral. La hipocresía. Dice Tartufo: "quien peca en silencio, no peca, es el escándalo lo que vuelve pecaminosa a la acción".
Como vemos, la maravillosa tragicomedia escrita en 1669 no solo no ha perdido un ápice de actualidad, sino que, por el contrario, pareciera colectar cada vez más adeptos fascinados por una verdadera cultura del engaño, la hipocresía y la falsedad. En todos los órdenes y todos los géneros, vemos, escuchamos y padecemos a estos verdaderos profesionales de la simulación hacer uso de recursos como los que tan livianamente enumera, cataloga y elogia Bayard en el libro que citamos al comienzo. Y no me preocupa el tío pedante que busca impresionar en los asados familiares enumerando citas falsas o de dudosa procedencia o quien busca una fugaz —aunque anónima—trascendencia publicando versos propios en su muro y firmando con nombres de poetas renombrados con el solo fin de colectar “Me gusta” tan falsos como sus obras. No. No es ese, ni el anterior, el destinatario de estas reflexiones sino aquel otro, ya convertido en arquetipo, que seduce desde un modesto sitial de poder a quienes creen en él. Falsos profetas. Estafadores de sueños y esperanzas. Verborrágicos vendedores de humo en adornados frascos de colores que remedan a las cuencas de vidrio con que nos impresionaron —dicen— los primeros conquistadores.
No hay que perder tiempo en leer libros, dice Bayard alegremente, basta con saber hacer creer que hemos leído. Y basta con saber hacer creer que somos capaces. O probos. O virtuosos. Vender fantasías y esperanzas como solían venderse indulgencias. Hacer como sí. Para la tribuna. Para la gilada. Total, sabemos que la patria jamás a demandarlos y Dios está demasiado ocupado protegiendo inocentes en las guerras. La impunidad ante la hipocresía es casi como afilarle el hacha al verdugo y sentirnos satisfechos con nuestro aporte.
En el siglo I, Damocles, de quien se dice era un genuflexo adulador del tirano Dionisio I, tuvo la mala idea de comentar que su señor era un afortunado al gozar del poder y riqueza de su cargo. Dionisio, buscando escarmentar al ingrato siervo, lo invitó a cambiar por un día sus respectivos cargos. Él sería siervo y Damocles rey. Para celebrar esto, el monarca ofreció un gran banquete en el cual Damocles disfrutó de ser tratado como su fugaz investidura lo hacía merecedor. En un momento dado, Damocles miró hacia arriba y observó una enorme espada que colgaba sostenida solo por un único pelo de crin de caballo directamente sobre su cabeza. Sorprendido y asustado preguntó al rey cual era el mensaje que quería transmitirle con ese gesto y éste le respondió: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.
Ignorantes o no de esta historia, hubo quienes atribuyeron esta frase a un diputado durante la Convención Nacional de Francia en 1793, otros a William Lamb en 1817, en el Parlamento Británico; leí por ahí que también Winston Churchill, en 1906, dijo: "Donde hay un gran poder hay una gran responsabilidad". Hace pocos días, en una charla con un funcionario, utilicé esa paráfrasis. Con una cómplice sonrisa me elogió diciendo: ¡Qué original, citando una frase del Hombre araña!
*Escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”