DE LA TRAVESTI DE LOS 80 AL NUEVO PARADIGMA
Cambio de vida: “Por casi 40 años ejercí la prostitución, ahora hace nueve meses que tengo un trabajo digno”
Dulce Valentina Aguilar es una mujer trans de Gualeguaychú que durante toda una vida fue trabajadora sexual. Es parte de la cooperativa Transformando Caminos y actualmente trabaja en el CAPS Suburbio Sur. Habló de todo, del abandono de sus padres, de los fines de semana detenida y de las injusticias padecidas. “Conseguía trabajo, pero siempre y cuando esté vestida de varón, y eso no era yo”, contó.
Luciano Peralta
¿Por qué el camino de una travesti es el de ser prostituta? ¿por qué no puede tener otra ocupación, como cualquier otra persona? Parecen preguntas sencillas de responder, y quizá lo sean desde una perspectiva de derechos, pero esconden una larga historia edificada sobre prejuicios, injusticias, falta de oportunidades y un nivel de discriminación que, todavía en pleno siglo XXI, es difícil de entender.
Se suele contar, con total asidero, que a lo largo de la historia las mujeres trans han sido discriminadas de todos los planos sociales, incluido el laboral. Suele explicarse, también, que, ante la falta de oportunidades la prostitución se presenta como la única alternativa de subsistencia para estas personas.
La calle, el sexo por dinero y el amparo de nada ni de nadie son el destino que esta sociedad ha resguardado para las travestis. Debe ser por ello que a todos los hombres y mujeres de bien nunca nos llamó la atención esta realidad. Pero las cosas cambian y a veces, no tantas, lo hacen para bien.
Son muchos y valiosos los derechos que la lucha de la comunidad LGBT+ ha conseguido en los últimos años. Derechos largamente consagrados hace tiempo para el resto de la sociedad civil, tan elementales como casarse. Pero la lucha es larga y desigual, inclusive dentro del colectivo de la diversidad, donde las personas transgénero son, sin dudas, quienes siguen siendo las más discriminadas y a quienes se les cierran más puertas al momento de trabajar.
Dulce Valentina Aguilar ejerció la prostitución, tanto en Gualeguaychú como en Gualeguay, durante casi 40 años. Hoy, gracias a un Estado que, con sus enormes deficiencias, trata de involucrarse y acompañar las reivindicaciones de la diversidad, ya lleva nueve meses prestando servicios de limpieza, en el Paseo del Frigorífico, primero, y en el Centro de Atención Primaria de la Salud (CAPS) Suburbio Sur, después.
Su testimonio es parte de la historia de muchas. De las que todavía la siguen luchando y de las que ya no están. También es un espejo de la sociedad que fuimos y de la que somos.
“Mi infancia no fue muy linda que digamos, me crié en la zona de Costa Uruguay, en el campo”, cuenta, sentada en una de las tres sillas que hay en la habitación. Estamos en el salón de usos múltiples del barrio, en un ambiente que nos prestaron para la nota.
“Mi mamá se fue de casa y quedamos los cinco hermanos con mi papá, que vivía de changas y no tenía para mantenernos. Un día, nos trajo a los cinco hasta el centro, nos dejó en una esquina y nos dijo que golpeemos la puerta de una casa, que la que iba a salir era nuestra tía. Cuando ella salió, él se fue, se rajó”, recuerda, como si fuera ayer. Tenía 12 años.
“Mi tía también era pobre, y no tenía para mantener a su familia y a todos nosotros, entonces nos empezó a dar a diferentes familias. Por eso somos dos de apellido Aguilar, que es el apellido de mi papá, y otros de mis hermanos son Amarillo o García, por ejemplo. En ese tiempo trabajaba cuidando viejitos o en ese tipo de cosas, pero el sueldo siempre lo cobraba mi tía. Ella no me dejaba hacer más cosas que trabajar e ir a la escuela, yo ya estaba cansada, era una castradora. Cuando cumplí 17 años me escapé, la primera vez me buscó la Policía, pero la segunda ya no”, relata, entre risas. Y me dice que primero llegó a la casa de una prima, y después a lo de una amiga, también trans. “Ella me enseñó cómo depilarme las cejas, las piernas, ya empezamos a vestirnos de mujer. Ella no tenía problemas, porque en la casa la aceptaron como es, pero yo llegaba vestidita de varón, por mi tía”.
Corría la década del ‘80, el país recién salía de la dictadura más represiva de su historia y, si bien algunas cosas empezaban a cambiar, las libertades sexuales no eran lo que son hoy. Dulce recuerda a Mirian, del barrio Yapeyú, y a Claudia Romero, las primeras travestis que se animaron a calzarse minifaldas y a salir a trabajar en la noche de la ciudad.
“A nosotras no nos quedaban muchas más alternativas que salir a trabajar en la noche, yo conseguía trabajo, pero siempre y cuando esté vestida de varón, y eso no era yo. A lo primero nos costó, no nos querían pagar, hasta que nos pusimos firmes. Pero plata tenían, porque tanto los hombres como las mujeres siempre tuvieron trabajo, las únicas que nos moríamos de hambre éramos nosotras”, recuerda, con la crudeza y la tranquilidad de quien sabe de qué habla.
En esos tiempos trabajaban en la esquina de Avenida Del Valle y Montevideo, después en la plaza Ramírez. Dulce recuerda que no tenían acceso siquiera a la pensión que está frente a la plaza. “El viejo Leonardi no nos quería, nos echaba de la puerta y no nos dejaba entrar. Entonces, muchas veces, los clientes entraban por la puerta de adelante y nosotras por la de atrás”, cuenta, antes de las carcajadas.
“Eran épocas difíciles”, dice y se pone un poco seria. “Me acuerdo de Leal, uno de los jefes de la Policía de entonces, que no quería a nadie trabajando en la calle: ni a mujeres, ni a trans, ni a nadie, era terrible. Salíamos con cuatro ojos, si veíamos un patrullero o los autos de investigaciones nos teníamos que esconder porque si no te cargaban. Dos por tres nos llevaban y nos tenían todo el fin de semana adentro, y el lunes por la mañana bajábamos todas del patrullero y nos hacían entrar en fila por la puerta principal del Hospital Centenario para hacer los análisis. Recién después de eso nos largaban, era muy vergonzante porque los lunes a la mañana estaba lleno el hospital”.
Dejar la calle, cambiar de vida
“Por casi 40 años ejercí la prostitución, ahora hace nueve meses que tengo un trabajo digno. Un trabajo que cumplís una rutina, hacés las tareas que te corresponden, después te vas a tu casa tranquila, te ocupás de tu casa, de vos, y no salís a pasar frío”, dice, agradecida. Y asegura que nunca fue violentada por la Policía, ni por clientes. “Gracias a Dios, a mí nunca me pasó nada malo, como les ha pasado a muchas chicas, sean trans o no. Siempre traté de tomar mis resguardos, trabajar temprano, nunca subir a un auto con dos, siempre con uno, y esas cosas”.
Dulce es parte de la cooperativa Transformando Caminos, responsable del mantenimiento del Paseo del Frigorífico, herramienta que le sirvió para incorporarse al mercado laboral. “Cuando recibí el primer cobro de la cooperativa decidí dejar de trabajar en la calle. A eso se le sumó el ingreso del Potenciar (Trabajo), esos pesitos me ayudaron a tener algo estable. Fue la primera vez en mi vida que no dependía de la calle”.
“Es otra vida, no estoy dependiendo de tener que salir a ganarme el mango para el otro día poder comer. Cuento con una plata todos los meses, cobro y puedo arreglar algunas cosas de mi casa o hacerme un mimo a mí misma, cosas que antes no las podía hacer”, cuenta. Y, ante la pregunta por si volvería a prostituirse, asegura que “ya no”, porque “no creo que aguante estar parada de noche en una ruta, ya estoy acostumbrada a otra cosa”.
Sus palabras denotan seguridad y, aunque sabe que las cosas han sido muy difíciles para ella, no le gusta el papel de víctima. “No soy de hablar de discriminación, de mi boca no vas a escuchar que fui discriminada. Nunca lo sentí, porque yo no vivo de la gente, vivo de mi misma y de mi sacrificio”.
“Mi vida ha sido muy liberal, me siento una persona auténtica. Yo me voy a la costanera, me pongo una bikini, tomo sol, me voy de viaje, me pongo una minifalda y no me importa nada lo que diga la gente, así soy yo”, resume, sobre el final de la charla. Es que ya se hizo un poco tarde y debe regresar a su nuevo trabajo.