OPINIÓN
Bufones en vacaciones
Los ilusionistas asombran mostrando una realidad ficticia, los cómicos divierten jugando con palabras sobre realidades ficticias, los adivinadores lucran con ellas. Lo único que tienen en común es que todos son conscientes de que, de algún modo, manipulan la realidad sin causar daño.
¿En dónde estriba la genialidad de los adivinadores, pitonisas, astrólogos y demás videntes del futuro? Se me ocurre arriesgar que la clave del éxito está en encontrar, por un lado, las palabras, las expresiones y las aseveraciones más cercanas a lo ambiguo posible y, por el otro, alguien lo suficientemente necesitado de escuchar eso e interpretarlo de acuerdo con sus necesidades. Esto es lo que se denomina anfibología y es la utilización de frases o palabras que pueden tener más de una interpretación.
Solo hace falta apelar un poco a la memoria y recordar frases de horóscopos tales como: Llega eso que tanto esperaba (que puede ser tanto un paquete por correo como un hijo). O: Alguien en quien confía ciegamente lo defraudará. Cuidado con la dieta. Encuentro inesperado. En fin, podría pasar toda la columna escribiendo ejemplos, pero, creo, ya el lector se habrá dado cuenta hacia dónde vamos yendo.
Que mucha gente tiene vocación de opinólogo quizás pueda no ser ilícito, pero a veces, dependiendo el lugar que se ocupe, ciertas aseveraciones tienen mayor peso por provenir de quien lo dice o desde el lugar desde donde las dice.
Desde prácticamente el inicio de la universalización de las redes sociales, comenzamos a observar y/o escuchar la más variopinta caterva de “Licenciados-en-casi-todo” haciendo pronósticos, elaborando y desarrollando teorías conspirativas de todo tipo y pelaje o anunciando curas milagrosas que duraron lo que demoraron en aparecer otras con nombres más interesantes o marketineros. Del mismo modo y sin que se ruborice ninguna mejilla, se explica con una sencillez que asombra tanto la fisión atómica y su injerencia en la vida de los caracoles, como se cuestionan decisiones o acciones gubernamentales con una llaneza que en no pocos casos son rayanas al patetismo. El problema es cuando dichos análisis no provienen de doña Rosa, que está haciendo sus primeros pininos en la web, sino de quien uno supone que analiza la realidad desde el conocimiento y la criticidad sostenida por datos, observaciones o trabajos de investigación que respalden tales aseveraciones. Lo cual, de no ser así, los convierte en desinformadores.
Algunos de estos desinformadores fueron perdiendo entidad rápidamente, otros fueron perfeccionando el arte de alarmar sin decir nada concreto o basándose apenas en miradas sesgadas generando legiones antagónicas enfrentadas entre sí sin saber bien por qué, pero enfrentadas al fin. El trabajo sucio no termina cuando se genera una división en la sociedad, la cuestión es mantener viva la llama de la discordia.
En medio de todo esto, el ciudadano pierde su condición de tal para pasar a ser público. Rating. Número. Audiencia. Todo vale para que la atención no se pierda. Que se pierda la seriedad, la vergüenza, pero que no se pierda la atención. Pero ¿qué pasa cuando al payaso se le despinta la sonrisa? ¿qué queda debajo sino el patético rostro de quien finge ser otro?
Confieso que me suele causar gracia cuando veo o escucho a ciertos comunicadores comunicando disparates, otras veces no me causan gracia, me dan pena. Y otras, preocupación.
Ahora bien, para alimentar a estos desinformadores, en medio de la incertidumbre, el agotamiento mental, la angustia ante la falta de trabajo y el cada vez menos claro horizonte económico; se plantea la inédita situación de que nuestros legisladores nacionales deban trabajar durante el periodo de vacaciones. Que deban leer un “mamotreto” (así fue mencionado en numerosas ocasiones) de más de 300 páginas. Debatirlo. Votarlo favorablemente o rechazarlo y enviarlo al archivo. Tan simple y complejo como eso.
De repente, todo fue caos. Que un presidente proponga cambios mediante un proyecto de ley (sea de uno o mil artículos no es relevante) debería ser algo habitual en una democracia que se precie de tal. Que ese proyecto ―por disparatado o revolucionario que pueda parecer prima facie― vaya al congreso, tampoco. Que se deba tratar apenas ingresado, menos. Que haya que leer y analizar un texto de 300, 400, 500 páginas… ahí parece ser el inicio del problema. Leer e interpretar 300, 400, 500 páginas, parece una titánica e ímproba tarea en ciertos legisladores a los que, con solo escucharlos hablar, se les nota que jamás leyeron ni siquiera el prospecto de un medicamento. Que además deban justificar su voto no desde el dogmatismo sino después de un análisis concienzudo de lo que se está tratando de cambiar; de plantear y plantearse si eso que se pretende es bueno o malo para la sociedad. Y luego votar. Conscientes de que ese levantar de mano está sellando ―para bien o para mal― el destino de millones de compatriotas.
Por eso, ante la responsabilidad que conlleva todo esto, mejor hablar de otras cosas. Discutir otras cosas. Menos del proyecto de ley hablemos y discutamos otras cosas. Banalicemos todo. Estupidicemos todo. Hagamos demagogia que eso no cura pero entretiene.
Con el ilusionista uno puede asombrarse, con el cómico divertirse y con los adivinadores calmar la ansiedad o ser un ingenuo partícipe necesario de un timo; con este incalificable acto de irresponsabilidad yo, particularmente, no sé si asustarme, entristecerme o preocuparme; entonces, busco compartir estos pensamientos mediante esta columna dominical imaginando que alguien, quizás, del otro lado de estas palabras sienta algo parecido y eso me haga sentir menos solo. O menos triste. O menos loco.