¿Actividad sin riesgo?
Cuesta imaginar que la jefa de Estado de un país agropecuario como la Argentina dijera semejante cosa. Es decir que desconociera que el productor depende del comportamiento de la naturaleza.
Y esto más allá de los adelantos tecnológicos, verificados en las últimas décadas, que han minimizado en gran medida los factores aleatorios de la producción primaria.
Los prejuicios ideológicos de este gobierno hacia el campo –al que ha demonizado como la maldita “oligarquía”- son tan fuertes que se llegó a ese colmo.
El discurso cerraba con aquello de la “avaricia” de tipos que, insolidarios por naturaleza, no estaban dispuestos a repartir la “renta extraordinaria” de sus explotaciones.
Pero acaso nada sublevó tanto a los chacareros como los dichos presidenciales sobre que la actividad agrícola estaba exenta de riesgo. Porque se los tachaba, poco menos, de haraganes que vivían de renta.
¿No fue Cristina K, además, que a tono con este prejuicio, en medio de los piquetes de ruta de los productores, quien dijo: “¿qué trabajador puede estar 90 días sin trabajar?. Sólo ellos que han acumulado mucha riqueza”.
La presidenta de un país agropecuario descerrajaba, así, sobre los productores de la tierra, este anatema bíblico: “La avaricia congela el corazón de los ricos. Recordemos que la avaricia es el pecado que Dios más condena”.
Pero fue la misma Cristina K quien, ya de vuelta de esos días de furia, y en función de los giros discursivos que imponía el malhumor social, también se desdijo.
En uno de los tantos actos oficiales, el último tiempo, calificó al productor rural de ser “un empresario que invierte y arriesga” y que tiene “las manos callosas” de trabajar “de sol a sol”, que sufre “con el granizo y la falta de lluvia”.
Más allá de estos devaneos oficiales, lo cierto es que la actual sequía, la más brava de los últimos 70 años, ha colocado contra las cuerdas a miles de pequeños y medianos productores.
Las cifras de pérdidas económicas para el país son cuantiosas. Pero lo más grave es la ruina a que se ven condenadas tantas familias rurales, que observan que sus tierras ya no dan frutos.
Vuelve a la memoria, así, el relato de nuestros abuelos gringos, que colonizaron por ejemplo Entre Ríos –una de las provincias hoy más castigadas por el clima-, sobre pérdidas históricas por falta de lluvia.
Comprendemos, ahora en perspectiva, por qué el productor, sobre todo el chacarero, ruega a Dios para que el clima lo ayude en la siembra y en la cosecha. Es que su suerte, en gran medida, está atada a lo que dictamine la naturaleza.
Estos días, en la localidad de Viale, el cura párroco convocó a la comunidad, familias chacareras angustiadas por su suerte, para rezar al cielo. Gente mayor, padres de familia, jóvenes y chicos, hicieron una demostración de fe conmovedora.
El sacerdote, en diálogo con la prensa, explicó que el encuentro sirvió, entre otras cosas, para recordarle a los más jóvenes la importancia de labrar la tierra y la cultura del trabajo que ello representa.
Es que el hombre de campo –hablamos de aquel que está arraigado al suelo- conoce como ningún otro el sentido del riesgo económico que lleva implícito su oficio.
Ocurre que con la tierra –y la sequía lo verifica- nunca se está seguro de nada. Probablemente esto nunca lo entienda quien vive de la renta del Estado, que percibe invariablemente su sueldo a fin de mes, más allá de las inclemencias climáticas.
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